“Los dos días que estuvo secuestrado fueron de máxima tensión, con toda España conmocionada esperando nerviosos un ápice de humanidad por parte de los terroristas”, recuerda 20 años después en conversación con Vida Nueva José Mari Larruskain, expárroco de Ermua, que acompañó a la familia tras perder a su hijo.
El secuestro de Miguel Ángel Blanco marcó un punto de inflexión en la sociedad vasca, y también en la Iglesia del País Vasco: “Se vio una liberación del pueblo, la eclosión de algo que estaba madurando dentro de las personas, que expresaron su deseo de libertad y su animadversión hacia ETA”.
Miguel Ángel Blanco fallecía el 13 de julio a las 05:00 horas en el Hospital de Nuestra Señora de Aránzazu. ETA cumplió su amenaza. Pero esa ejecución significó el principio del fin de la banda. Tras dar un beso al cuerpo, el entonces obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, rezó allí junto a su familia. Luego, durante la homilía que pronunció en el funeral, el ahora cardenal se dirigió a la “querida familia” para indicarles que “permanece en el corazón de todos la memoria de vuestro hijo”.
En su alocución, manifestó que “el terrorismo ha mostrado su rostro despiadado de crueldad y de horror. No ha sido escuchado el clamor que en toda España ha levantado la conciencia moral, impresa por Dios, que manda respetar el derecho inalienable del hombre a la vida y a la libertad”. Además, señaló que “no ha sido inútil el clamor de todos, si algunos han empezado a despertar de su confusión y engaño, y si en la sociedad se han afianzado más las actitudes morales”. Y es que “nos ha alentado saber que personas, atrapadas en el mundo de la violencia, ante el horror de la muerte de Miguel Ángel han sacudido su conciencia y han empezado a reaccionar en el sentido del respeto a las personas y del legítimo amor a su pueblo”, añadió.
Durante esos dos días de larga espera, se despertó un sentimiento común de repulsa, que ha sido denominado como el espíritu de Ermua. Un espíritu que, como recordó el padre de Miguel Ángel en una entrevista, para él lo reflejaba José Mari Larruskain. El sacerdote comenzó a visitar a la familia después del fallecimiento.
Una de las tías del joven era catequista en la parroquia de Santiago Apóstol. Ella hizo partícipe al cura de la soledad que estaba viviendo la madre, puesto que Miguel, el padre, trabajaba en Vitoria y pasaba allí casi todo el día. Además, María del Mar, la hermana de Miguel Ángel, se había trasladado a Madrid, donde le ofrecieron un trabajo.
El padre Larruskain descolgó el teléfono y le preguntó a Consuelo qué le parecía si la visitaba. Ante la respuesta afirmativa, se empezó a forjar una amistad entre ellos. “Pasaron los meses y ya la gente iba volviendo a su vida, por lo que comencé a ir a la casa cada 10 días”, rememora el sacerdote. Iba por las tardes, cuando llegaba Miguel. Se juntaban los tres, y cuando coincidía que María del Mar tenía días libres también se unía a las largas conversaciones. “Las primeras veces, creyendo que hacía un bien, evitaba hablar de Miguel Ángel. Sin embargo, me sorprendieron las palabras de Consuelo: ‘No, yo quiero hablar de mi hijo, que su memoria no se nos olvide’”, señala.
¿Una falsa equidistancia?
La realidad es que, durante años, algunos han acusado a la Iglesia en el País Vasco de equidistancia, de no haber estado al lado de las víctimas. Sin embargo, Blázquez acompañó a la familia del joven concejal al conocerse su secuestro. Junto a tres de sus vicarios –Andoni Gerrikaetebarria, Roberto Unzueta y Ángel Mari Unzueta– puso rumbo a casa de la familia el día 11 por la tarde.
Decenas de periodistas permanecían en la puerta. Sin embargo, la intención del hoy cardenal no era centrar la atención en su visita. “No he venido a hacer declaraciones, sino a acompañar a esta familia”, dijo entonces según indican a esta revista algunos de los presentes. La visita se dilató alrededor de una hora. Tiempo en el que Blázquez conversaba con Consuelo y Miguel en el salón. Mientras, los tres vicarios acompañaban a la decena de personas, entre familiares, amigos y vecinos, que se reunían en la cocina sin quitar la vista de la televisión esperando noticias del paradero de Miguel Ángel.
Blázquez hizo entrega a la familia de un comunicado conjunto en el que los prelados vascos –Blázquez; su auxiliar, Carmelo Echenagusía; el obispo de San Sebastián, José María Setién; el de Vitoria, Miguel Asurmendi; y el arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián– condenaban “enérgicamente” el secuestro “inhumano y cruel” y rechazaban “las amenazas, las coacciones y los chantajes de ETA”.
También recibieron el afecto de Juan Pablo II. Blázquez les dio el telegrama que el Papa envió, en el que mostraba su solidaridad “con la familia del secuestrado, a la que asegura su afecto e interés”. El Papa “invocó en nombre de Dios la pronta liberación” del concejal y reconoció su “profunda tristeza por la noticia del execrable secuestro”.
Además, “su Santidad confía en que las distintas instancias, públicas, los ciudadanos y las comunidades eclesiales rechacen esta forma permanente de violencia que ofende la conciencia humana y cristiana”, según rezaba el texto escrito por el secretario de Estado, Angelo Sodano. Un mes después de su muerte, la familia se desplazó a Roma, donde el Papa le expresó su cercanía. Estos días también les acompañó y lloró con ellos Teodoro Zuazua, que era una institución en el pueblo, ya que desarrolló su vida sacerdotal en Ermua.