La exposición, con 86 obras, se completa con otras treinta de otros artistas contemporáneos a Tiziano, como Jacopo Bassano, Palma el Joven o Andrea Schiavone. Más allá de la transformación que la mirada de los pintores venecianos supuso para la Historia del Arte –básicamente, cómo el estilo veneciano transformó el manierismo reinante a finales del siglo XVI y contribuyó enormemente a la renovación de la pintura: la utilización del aceite sobre tela, el acento puesto sobre el color preferiblemente al dibujo, la aparición del cuadro de caballete que transforma no solamente la pintura veneciana, sino la pintura europea entera–, la muestra parisina nos interesa por cómo documenta el diálogo entre lo sagrado y lo profano (la irrupción de la mujer deseada y mitológica, el retrato como fuente de prestigio, las primeras escenas de caza y nobleza) en la transición del Renacimiento al Barroco. Pero, sobre todo en el caso de Tiziano, por cómo del Concilio de Trento (1545-1563), punto de partida de la Contrarreforma, emergerá una renovada concepción del arte sacro al servicio de la “nueva Iglesia”.
Los pintores venecianos –contemporáneos a la renovación tridentina que alentó el culto a las imágenes y la representación de los misterios sagrados para responder a las ideas iconoclastas y a la sobria estética protestante– rápidamente hicieron, por ejemplo, del relato bíblico –especialmente, de la “fiesta”, simbolizada en la consagración en Emaús o la Santa Cena– y las escenas nocturnas vinculadas a la vida de Santos y la Pasión de Cristo, un motivo recurrente y espléndido de su pintura. Así se pueden ver reunidas en París, por ejemplo, las distintas versiones de Los peregrinos de Emaús que hacen Tiziano y Veronés, o La última cena, de Tintoretto. Además, por supuesto, de las cuatro versiones de San Jerónimo –a Tiziano, Tintoretto y Veronés se suma aquí Bassano– o los magníficos Cristos yacentes de El entierro de Cristo (Tiziano), El descendimiento (Tintoretto) o Cristo muerto (Veronés).
Un pintor en Trento
Los pintores venecianos, más que ninguno, trabajaron en la representación de la paradoja de la resurrección de Cristo incrementando el dramatismo de su muerte, afirma Habert, “hundiendo algunas escenas de día, como la Anunciación o la Coronación de espinas, en una penumbra artificial, en donde los pintores acentúan el instante trágico de la representación. La noche se mezcla con el día y la muerte con la vida”. En ella, la iconografía no es la única portadora de emoción, sino que los propios colores se encargan de trasladar la “contemplación dolorosa”. De nuevo, Habert: “Los pintores crean todo un juego de colores que se interpenetran y que son absorbidos por los colores oscuros, tal como agarrados bruscamente por la muerte”.
El contraste con la celebración de la vida que son las escenas de Emaús es total. La “fiesta bíblica” fue uno de los grandes temas de la segunda mitad del siglo XVI. Tiziano, Tintoretto, Veronés, como también Bassano, todos pintan monumentales ejemplos. La celebración de la comida de Emaús remite, por ejemplo, a la Última Cena. Es el descubrimiento, junto al momento de la consagración del pan y el vino. “Y sus ojos se abrieron y lo reconocieron”. Tiziano pintó numerosas versiones de este tema. La conservada en el Museo del Louvre remite a la Santa Cena de Leonardo da Vinci. Pero el tema de los peregrinos de Emaús muy pronto fue tratado por los venecianos. Tintoretto y Veronés fracasan en sus primeros intentos de alcanzar al maestro, pero años después lo logran. “En una primera versión, parece que Tintoretto haya tenido la voluntad de desafiar a Tiziano sin tener aún la capacidad; pero, algunos años más tarde, en la Última Cena, reanuda con maestría lo que había intentado anteriormente con instalaciones plenas de elocuencias, un acento puesto sobre la simplicidad y una luz indeterminada que transmite una energía vibrante”, según Habert.
La pintura, de similares medidas al existente en la pinacoteca madrileña (175×137 cm.), se encuentra extremadamente deteriorada, recubierta por una amplia capa de suciedad, cuarteada y con partes del lienzo roto. Aún así, como indica Buiza, se aprecian las inconfundibles pinceladas del pintor italiano.
La composición se inspira en ejemplos prestados a la escultura: un Cristo yacente rodeado por María Magdalena, la Virgen, María de Betania y Nicodemo. En la obra del Prado, el color casi monocromo está, sin embargo, asaltado por manchas vivas. Los personajes, si se excluye el cuerpo escultural del Cristo, parecen aspirados por el paisaje y el marco que los rodea. La obra es, por supuesto, característica del nuevo estilo sacro creado por Tiziano ya en la vejez para difundir la “nueva Iglesia” que salió del Concilio de Trento. Están documentadas, al menos, otras dos versiones pintadas por el propio Tiziano, pero posteriores a la existente en el Prado. ¿También a la de Sahagún?
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En el nº 2.676 de Vida Nueva.