El Motu Proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI sobre el uso de la liturgia anterior a la reforma de 1970 ha levantado polvareda. “Pese a que hubo una carta aclaratoria del Papa a todos los obispos, sin embargo, tememos que lo que nació con un deseo de unidad e integración se convierta, como de hecho está sucediendo, en causa de división, y que lo que nació como una concesión pastoral, se vuelva norma”, indica un profesor de Liturgia de un destacado centro teológico español. El Papa pretendió aplacar los ánimos, pero a más de dos años de su publicación, cabe preguntarse si ello se ha conseguido; más aún: un problema real que ahora se plantea es la coexistencia de dos formas en el único rito romano.
El Papa reconoce en la carta que promulgó el 7 de julio de 2007 que, tras la reforma de Pablo VI, un significativo grupo de fieles había quedado fuertemente ligado al rito romano en su forma anterior al Vaticano II. Juan Pablo II, con el Indulto Quattuor abhinc annos, de 1984, y el Motu Proprio Ecclesia Dei, de 1988, dio un cuadro normativo para permitir el uso del Misal de 1962, aunque sin detallar prescripciones, apelando a la “generosidad” de los obispos ante las “justas aspiraciones” de los fieles que solicitaban este uso del rito romano precedente. Constatando, después, que no sólo los ancianos, sino también los jóvenes, descubrían en aquélla una forma celebrativa particularmente adecuada a ellos, Benedicto XVI, con su Motu Proprio, deseaba “ofrecer un reglamento jurídico más claro”.
“Restaurar la unidad”
Desde 1970, año de la promulgación del Misal de Pablo VI, hasta 1984, año del indulto por el cual la Congregación para el Culto Divino le concedía a un obispo local la facultad para autorizar celebraciones según el antiguo rito, se ha venido considerando que el Misal tridentino había sido revocado. En el año 1988, la carta apostólica Ecclesia Dei adflicta de Juan Pablo II “exhortó a los obispos a utilizar ampliamente y generosamente esta facultad”, ya permitida por el indulto de 1984. Una vez más, comenta el liturgista, “subrayo que el uso del antiguo rito era una concesión pastoral a las personas incapaces de adaptarse al nuevo rito, pero a condición expresa de que esta concesión no fuera interpretada como la desestimación del Vaticano II o de la validez de su reforma litúrgica. La utilización del antiguo rito jamás fue presentada en estos dos documentos como una ‘norma’”.
Con este Motu Proprio, el Papa considera su deber ayudar a todos los fieles a vivir la Eucaristía de la manera “más digna y consciente –recalcaba el portavoz vaticano, el P. Federico Lombardi–, ya sea con la forma del rito romano renovado o –por motivos de formación, cultura o experiencia personal– para algunos más fá- cilmente con la forma más antigua del rito”. Según el religioso jesuita, con ese texto, Benedicto XVI “no pretende realizar revolución alguna respecto al actual uso litúrgico renovado por el Concilio, que continuará siguiendo la gran mayoría de los fieles; no impone ninguna marcha atrás”.
Deseo de evolución
Tanto el Motu Proprio como la Carta a los Obispos que lo acompaña consideran la “forma ordinaria” del rito romano y la reconocen como el fruto del deseo conciliar de renovación del culto divino y su adaptación a las necesidades del hombre de hoy. Se afirma también que posee una “riqueza espiritual y profundidad teológica” que se pone de manifiesto cuando se celebra “con reverencia y fidelidad a las prescripciones”. A ello hay que añadir el principio según el cual “no hay ninguna contradicción entre ambas ediciones del Missale Romanum. En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso, no ruptura”. Subyace aquí, según la fuente consultada por Vida Nueva, ese continuo deseo de evolución en la doctrina de la Iglesia.
No se trata, como puede verse, de un mero problema lingüístico –en latín o en lengua vernácula–; en realidad, de lo que se trata es de una cuestión pastoral, teológica, cultural, de relación con el mundo y el hombre de hoy. “Detrás del Misal de san Pío V subyace una teología según la cual el actor del culto divino es exclusivamente el sacerdote, subyace el antijudaísmo, una visión del mundo superada, una Iglesia que se considera única depositaria de la verdad… Sin embargo, en el trasfondo del Misal querido por el Concilio Vaticano II y promulgado por Pablo VI –también a costa del caro precio de la ruptura con los seguidores de monseñor Marcel Lefebvre– se encuentra el pueblo de Dios, que es el sujeto celebrante, se encuentra la Iglesia ‘en el mundo’, se halla el pueblo judío como ‘hermano mayor’, late la apertura ecuménica, palpita la fe que nace de la Palabra… Algo, ciertamente, más profundo que un mero cambio de lengua…”, señala un delegado de Liturgia de una importante diócesis española. “En el fondo, se trata de dos formas muy distantes de comprender a Dios, la Iglesia, el mundo, el hombre, las relaciones sociales, la libertad religiosa y de conciencia… En estos más de cuarenta años de posconcilio, la actuación de la reforma litúrgica –a excepción de los abusos siempre condenables– ha nutrido y se ha nutrido, a su vez, de esta autoconciencia evangélica de la Iglesia”, reflexiona la misma fuente.
Una pregunta queda en el aire: ¿cómo interpretar la posibilidad abierta del uso de aquello que el Concilio mismo pidió que se cambiase?
El profesor Crispino Valenziano, y con él muchos historiadores, ha afirmado repetidamente que son necesarios, al menos, setenta años para llevar a término o asumir una reforma: lo requiere una ley antropológica. Teniendo esto en cuenta, el Motu Proprio Summorum Pontificum (SP) representa, en cierto modo, una intervención a lo largo de un proceso que, reconociendo sus ambigüedades, abusos e incoherencias, necesita aún más tiempo para purificarse, madurar y producir los frutos esperados.
El problema, según la fuente consultada, quizá pueda estar no en el documento papal, sino en el “impacto” que su publicación produjo en algunos ambientes “insaciables” (adjetivo utilizado por el cardenal Castrillón), que hacen de él un uso inadecuado. Para ellos, el SP se ha convertido en la clave de lectura (ciertamente partidista) de la reforma litúrgica y de la misma Sacrosanctum Concilium, cosa absolutamente extraña tanto a la letra como a las intenciones del documento pontificio. Los partidarios del Vetus Ordo realizan con frecuencia, y gustosamente, una hermenéutica de la discontinuidad contraponiendo el Misal de 1970 y el de 1962; defienden el valor “tradicional” del Misal usado antes del Concilio frente al Misal “manipulado” fruto de la reforma posconciliar. Sorprende cómo, con este comportamiento, asumen, superándolo incluso, el mismo que critican en los otros…
Para ellos, el Misal de Pablo VI sobrepasa ampliamente la Sacrosanctum Concilium, traicionando su letra y su espíritu: el Misal de Pablo VI (o, como despectivamente afirman, de Bugnini) desvirtúa el mandato del Concilio al realizar cambios en el rito de la Misa que aquél no había previsto, querido, ni sugerido; en consecuencia, es un Misal en discontinuidad con la plurisecular tradición de la Iglesia romana; oscurece el sentido de lo sagrado; banaliza la liturgia; devalúa la dimensión sacrificial de la Misa; genera confusión entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común –bautismal– de los fieles; todo lo que indicaba orientación hacia Dios se ha cambiado, tanto en las oraciones como en los gestos; los abusos y la creatividad mal entendida son el fruto natural de este Misal; en él, se pueden hallar peligrosos influjos protestantes; algunos llegan a calificarlo como la expresión de una “nueva fe” inaugurada por el Vaticano II, o más exactamente, por su “espíritu”.
En el nº 2.681 de Vida Nueva.
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