En la descripción de los hechos, los obispos reconocen que “en los últimos meses, en toda la geografía nacional, suceden hechos violentos, relacionados, en numerosas ocasiones, con la delincuencia organizada; esta situación se agrava día con día. Recientemente se ha señalado que una de las ciudades de la República Mexicana tiene el índice más alto de criminalidad en el mundo. Esta situación repercute negativamente en la vida de las personas, de las familias, de las comunidades y de la sociedad entera; afecta la economía, altera la paz pública, siembra desconfianza en las relaciones humanas y sociales, daña la cohesión social y envenena el alma de las personas con el resentimiento, el miedo, la angustia y el deseo de venganza”.
La descripción de los pastores es severa y clara, no se detienen a suavizar los adjetivos con los que describe la vida del México de doscientos años de vida independiente. A la ciudad a la que se refieren es Ciudad Juárez (Chihuahua), en donde el Gobierno federal ha tenido que cambiar en los últimos días nuevamente su estrategia de “guerra” porque la presencia del Ejército no garantiza la paz. Al contrario, hace unos días se ha cometido allí, en una ciudad prácticamente tomada por los soldados, la peor masacre contra un grupo de jóvenes indefensos. Quince adolescentes festejaban un cumpleaños cuando un comando armado abrió fuego contra ellos y los mató. Nadie sabe la razón; simplemente fueron ejecutados en esta ola de terror que padece la población indefensa. El hecho, primero, fue calificado por el presidente Felipe Calderón como un “ajuste de cuentas entre criminales”, y, después, en un hecho sin precedentes, pidió disculpas a las familias ante la evidencia de la inocencia de los muchachos asesinados. La indignación creció al trascender que el Ejército no impidió que el comando actuara. En lo que va del año, sólo en esa ciudad se han verificado más de 350 homicidios en el contexto del crimen organizado.
Ante hechos como estos, los obispos reconocen el dolor y pesar del pueblo: “Nos duele profundamente la sangre que se ha derramado”. Y agregan que “nos interpela el dolor y la angustia, la incertidumbre y el miedo de tantas personas, y lamentamos los excesos, en algunos casos, en la persecución de los delincuentes. Nos preocupa, además, que de la indignación y el coraje natural, brote en el corazón de muchos mexicanos la rabia, el odio, el rencor, el deseo de venganza y de justicia por propia mano”. Y no es para menos, pues ya se escucha que en algunas partes del país agrupaciones contratan no sólo guardaespaldas, sino grupos armados que cometen “crímenes preventivos”, en orden a lo que denominan limpieza social.
Infiltración social
Con claridad y contundencia, enuncian las diferentes expresiones de estos crímenes, como son: la trata de personas, el tráfico de armas, la extorsión, el narcotráfico, la intimidación, el secuestro, el lavado de dinero, la explotación sexual y la servidumbre, la extracción y comercio de órganos humanos, turismo sexual y pedofilia… Y añaden a su análisis algo que parece tan normal, pero que era preciso decir: “Los escenarios de violencia requieren y dependen del tráfico de armas; éstas son consideradas como un bien de intercambio en el mercado global, prescindiendo de las implicaciones legales y éticas de su posesión y comercio”.
Pero, ¿cuáles son las causas de que todo esto exista? Los obispos responden que es “difícil de explicar en una sencilla relación de causalidad”. Por ello, desglosan su respuesta en diferentes niveles: el económico, el político, el social y el cultural. Las respuestas son contundentes en los diferentes planos. Empiezan por el económico, que a todas luces es el pilar del crimen: “La economía es uno de los ámbitos en los que debemos buscar los factores que contribuyen a la existencia de la violencia organizada. La desigualdad y la exclusión social, la pobreza, el desempleo, los bajos salarios, la discriminación, la migración forzada y los niveles inhumanos de vida, exponen a la violencia a muchas personas: por la irritación social que implican; por hacerlas vulnerables ante las propuestas de actividades ilícitas; y porque favorecen, en quienes tienen dinero, la corrupción y el abuso de poder”.
Los obispos afirman esto con gran fundamento. La población en México ha perdido en los últimos tres años un 30% de su poder adquisitivo. La pobreza sigue creciendo, en tanto que los ricos más ricos figuran entre los multimillonarios del mundo. Carlos Slim, la familia Azcárraga y Germán Larrea figuran entre los primeros de la lista de los cien multimillonarios del mundo, compartiendo con otros diez mexicanos más, entre ellos Joaquín ‘el Chapo’ Guzmán, jefe del cártel de Sinaloa. “No sólo se incrementan las formas de pobreza tradicional y de injusticia social que ya existían, sino que aparecen nuevas categorías sociales que se empobrecen y surgen”. A los obispos no les tiembla la voz para decir que “este modelo de economía ha propiciado el crecimiento económico de algunos sectores productivos en algunas regiones del país. También ha originado, en otras regiones, el deterioro de sectores vulnerables que apenas han podido subsistir o que han sido excluidos de una economía moderna que no se interesa por aspectos fundamentales de la vida social y económica, como son el derecho al trabajo, la conservación de los recursos naturales y la preservación del medio ambiente”. Dos caras de la misma moneda.
Impunidad
Y en su labor de constructores de paz, señalan con acierto que “la superación pacífica de los conflictos sociales requiere de quienes actúan en nombre del Estado la pericia del diálogo y de la mediación política antes que el recurso a la represión o la judicialización de los conflictos. De los líderes sociales requiere un claro sentido del bien común, del respeto al derecho ajeno y de capacidad de diálogo y concertación”.
Los obispos hablan con datos concretos en la mano que son irrefutables. Miles de obreros han sido lanzados a las calles despedidos, y aquéllos que protestan y exigen ser readmitidos, son criminalizados con campañas de desprestigio.
Cautamente señalan, en lo que se refiere a las Fuerzas Armadas, que deben regresar a sus cuarteles cuanto antes: “Recordemos que una emergencia no debe ser permanente”. Y piden con finura diplomática que los asuntos del crimen organizado sean atendidos por la Policía civil. Ésta ha sido una voz que se ha generalizado en los últimos meses, empezando por la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, hasta los intelectuales más reservados. Hay que recordar que muchos miembros de las Fuerzas Armadas han dejado esta institución, una vez entrenados, para engrosar las filas de la delincuencia organizada.
Tipos de violencia
En el ámbito social, los obispos categóricamente delimitan el terreno contra ciertas tendencias que criminalizan la pobreza: “No hay correlación directa entre violencia y pobreza. Sí la hay, en cambio, entre violencia y desigualdad. Hay ricos que son promotores de injusticia y violencia. Los pobres no son delincuentes por ser pobres; están expuestos a ser actores y víctimas de la violencia como cualquier otra persona que canaliza en formas violentas su frustración, el sinsentido de su vida y su desesperación”. El documento dedica varios apartados a describir los tipos de violencia que perciben y desenmascaran la violencia intrafamiliar, aquélla que se comete contra las mujeres y los abominables crímenes contra la infancia.
El último factor que se apunta como elemento que incrementa la violencia y el crimen es el cultural, resaltando que el comportamiento violento no es innato: se adquiere, aprende y desarrolla. “En ello –afirman– influye el contexto cultural en que crecen las personas”. Reconocen que son muchos y distintos los prejuicios culturales que legitiman o inducen prácticas violentas. “La crisis de valores éticos, el predominio del hedonismo, del individualismo y competencia, la pérdida de respeto de los símbolos de autoridad, la desvalorización de las instituciones –educativas, religiosas, políticas, judiciales y policiales–, los fana- tismos, las actitudes discriminatorias y machistas, son factores que contribuyen a la adquisición de actitudes y com- portamientos violentos”.
Al concluir esta parte del documento, se señala la urgencia de atender esta situación como un problema de “salud pública”, teniendo que atajar necesariamente la crisis de legalidad, fortaleciendo el tejido social y re-articulando los valores de la sociedad ante la crisis de moralidad.
Reflexión teológica
El argumento continúa y llaman a oponerse a toda violencia. “Jesús rechazó la violencia como forma de sociabilidad y lo mismo pide a sus discípulos al invitarlos a aprender de su humildad y mansedumbre”. Y ante el deseo de venganza, añaden: “El amor al enemigo es expresión de la regla de oro, no es masoquismo; es señal de una reciprocidad fundamental en el comportamiento de las personas. Con el amor al enemigo se espera que éste cambie de actitud, que alcance a captar la diferencia entre su comportamiento destructor y la actitud sanante de quien más allá del resentimiento es capaz de responder con la fuerza del amor y del perdón. Quien perdona, no cierra el futuro al adversario o al enemigo; confía en que la persona puede cambiar. Y si no hay cambio, por lo menos se cierra al paso de la violencia. Quien perdona al enemigo expresa también su esperanza de la salvación; si el agresor no corresponde al perdón, el gesto no pasará inadvertido para Dios (Cf. Eclo 12,2)”.
Esta segunda parte contiene muchos elementos sustantivos para una argumentación desde la fe que promuevan la paz y la reconciliación, y recoge el gran cúmulo de la doctrina social más reciente.
La tercera parte es muy propositiva. Los obispos manifiestan no sólo su disposición, sino compromiso, a trabajar por la paz en las múltiples dimensiones que han descrito. Así, hablan de la necesidad de crear un nuevo lenguaje para la paz, una educación en la verdad y en el respeto a los derechos humanos e invitan a los diferentes sectores sociales, políticos y a las propias familias, a trabajar por la paz. Paz enraizada en el desarrollo, en la justicia y en la verdad. “Construir la paz exige el respeto de la dignidad de todas las personas y de los pueblos y el esfuerzo de vivir la fraternidad”. De ahí que apelen al desarrollo humano como responsable de acabar con la pobreza, pero no al que beneficia a unos pocos. Y convocan a católicos y personas de buena voluntad a crear espacios y centros de derechos humanos, de reflexión y actuación que acaben con la impunidad.
Si bien hasta el momento ha tenido muy poca difusión, seguramente este documento se convertirá en instrumento de discusión en muchos sectores de la sociedad mexicana, ansiosa de palabras de consuelo y de construcción de paz.
Los obispos se ponen al servicio de la reconciliación “ofreciendo no sólo nuestra reflexión, sino nuestra disposición a caminar con todos los católicos y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad en la búsqueda del cielo nuevo y tierra nueva que todos anhelamos”.
En el nº 2.698 de Vida Nueva.