Pocas cosas más podrían añadirse de quien fue arzobispo de Tánger durante 22 años, hasta que en 2005 el alzhéimer le puso definitivamente en las manos amorosas de sus hermanos franciscanos en Galicia, muy lejos de los ardientes paisajes en los que había pastoreado una Iglesia de apenas 3.000 fieles. Pero un breve recorrido de puntillas por la biografía de este hombre apasionado por Jesús nos obliga a destacar algunas fechas: su ingreso en el Seminario franciscano de Herbón, en 1949; su ordenación sacerdotal, en 1962, el mismo año en que se licenció en Teología en Salamanca; entre 1962 y 1967 estudió Pedagogía en Roma y Teología en Munich y Lyon, en donde se doctoró; 1971, cuando fundó en Santiago, junto a otros franciscanos, el Centro Cultural Juan XXIII, obra de promoción social y albergue para transeúntes; 1973, año del Concilio Pastoral de Galicia, del que fue uno de sus promotores; o su ordenación episcopal, en 1983.
“Ni en Santiago ni en Tánger he encontrado nada que lleve su nombre”, se duele su sucesor Agrelo. “Pero ese nombre, Antonio, lo oímos todavía hoy, aquí en Tánger, pronunciado y deformado en boca de los pobres, que preguntan por alguien que se ocupó de ellos”. Y lo hizo sin atender a su credo. Con los musulmanes, hasta donde pudo. A Vida Nueva le reconoció hace unos años que el “el islam es una asignatura pendiente para los obispos” y que nuestra Iglesia no se había tomado “suficientemente en serio” la acogida a estos hermanos. No tuvo reparos en decirlo así en una Plenaria. Ni tampoco en pedirles a los musulmanes que llegaban a un país con libertad religiosa que la reclamasen en los suyos. Quizás por eso, y en palabras de su discípulo Agrelo, “como hombre de Dios que era, desentonaba en todas partes”.
En el nº 2.702 de Vida Nueva.