El pasado año, con motivo de la celebración del Año Paulino, muchas comunidades cristianas quisieron renovar su compromiso profundizando en las enseñanzas del Apóstol de los Gentiles. Han buscado las huellas, recorrido kilómetros y kilómetros tratando de encontrar comunidades vivas, herederas de aquéllas primeras. Hoy hallamos dos catedrales, en Estambul y en Esmirna, y una cincuentena de templos dispersos por el país. Los cristianos representan el 3% de la población.
Los Hermanos Menores han creado en Estambul el proyecto ‘Camino de Esperanza’, para la promoción del diálogo ecuménico e interreligioso, y ya llevan seis años trabajando. Son cuatro religiosos, ubicados en la parroquia de Santa María Draperis, de Istiklal Caddesi, una famosa vía del Estambul europeo. El P. Rubén Tierrablanca explica: “Un gesto profético de san Francisco de Asís, que Benedicto XVI subrayó en una reciente catequesis, fue su encuentro con el sultán Melek-Al-Kamil en septiembre del 1219 en Damieta, al norte de Egipto, en un aprecio mutuo de fe y de oración, a pesar de la diversidad en la comprensión y expresiones, pero dirigida al mismo Dios y con la misma sinceridad. Desde entonces, la presencia de los franciscanos en las tierras del islam ha seguido el camino del anuncio del Evangelio en la gozosa acogida de todas las situaciones humanas confesando que son cristianos, como dice la 1ª Regla de los Hermanos Menores”.
A finales del siglo pasado, la presencia franciscana en Turquía había venido a menos, se buscaba renovar la comunidad y responder a los signos de los tiempos. Las relaciones con las Iglesias de Oriente presentes en Estambul y otras comunidades eclesiales de la Reforma protestante ofrecían la oportunidad de buscar un camino ecuménico. “Además, siendo Turquía un país de mayoría musulmana, para nosotros franciscanos –dice el P. Rubén–, era un campo de atracción especial”. En 2003 llegaron el P. Rubén y el francés Gwenolé Jeusset, un año más tarde se les unió el congoleño Eleuterio Makuta, y luego Domenico Ko, de Corea. Esta comunidad multicultural se propone como signo de convivencia y de acogida del diálogo abierto con todos los cristianos, con las demás religiones y con los hombres y mujeres de buena voluntad.
Tierrablanca asegura que “el pueblo turco es muy cordial y amistoso, la convivencia es de mutua estima. En el ámbito religioso hemos encontrado la apertura suficiente para promover el diálogo, aunque la situación actual del Gobierno nos exige respeto a los límites de un Estado laico”. No se puede hablar de actividades ya establecidas o de proyectos compartidos, pero “creo no equivocarme –señala el religioso– al afirmar que todos los cristianos que vivimos en Turquía somos conscientes de nuestra vocación ecuménica y todos deseamos la unidad. Nos falta encontrar los caminos para construirla y, a veces, los medios para cultivarla, lo cual requiere creatividad y compromiso. La Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, por ejemplo, es una cita anual que vivimos peregrinando cada día a una comunidad diferente entre ortodoxos, católicos y protestantes. Nuestro compromiso ecuménico es una preparación en espera del día en que podamos sentarnos juntos a la mesa del Señor. Éste es un deseo que escuchamos tanto de Bartolomé I, patriarca de Constantinopla, como de Benedicto XVI, Obispo de Roma”.
Y para recapitular: “El servicio en tierras turcas no es fácil, pero nos ha dado mucha riqueza humana y espiritual. Hemos aprendido a ser discípulos en constante aprendizaje, a compartir nuestra fe y nuestra vocación, a descubrir en la paciencia la mejor metodología para el encuentro y para el diálogo, y a dar gratuitamente lo que gratuitamente hemos recibido”. Turquía, para los cristianos, es una escuela de esperanza, de purificación de la fe y de fidelidad a la Iglesia en sus propias raíces.
En la Iglesia de San Pablo, en Konia (la antigua Iconio), dos religiosas italianas de la Fraternidad de Cristo Resucitado abren sus puertas a los peregrinos. Este pequeño templo, situado en una callecita secundaria, les recibe con avidez; pero si no llegan los sacerdotes, no pueden celebrar la Eucaristía… Isabella y Serena llevan aquí desde 1995, desde que se lo pidió el obispo de Esmirna. “Somos de la Diócesis de Trento y deudoras de esta tierra por el don de la fe que llegó a nosotros en el siglo IV a través de tres monjes que vinieron desde la Capadocia a Milán –narran–. Cuando recibimos la propuesta del obispo, vimos la ocasión de poder dar las gracias de una manera real y concreta”.
Los cristianos de Konia están de paso, y son, sobre todo, extranjeros; actualmente hay una treintena de cristianos caldeos o sirios, algún estudiante de otra ciudad y tres familias protestantes, más los peregrinos que siguen las huellas de san Pablo.
El diálogo interreligioso con los prófugos, sean caldeos o sirios ortodoxos, no representa para ellas ningún problema: “Rezamos juntos y basta. En la vida cotidiana dialogamos con los que mantenemos relaciones de vecindad o comerciantes, al margen de los posibles juicios de los otros”.
Para las misioneras, el Año Paulino ha sido un tiempo de bendición. Se han visto recompensadas por el paso de unos 28.000 peregrinos ¡todos generosos! Y lo viven en la comunión de los santos: “Estamos seguras que tantos peregrinos que han pasado, permanecen unidos a nosotras, y recordándonos en su oración desde sus parroquias”.
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Isabella y Serena llamaron a un carpintero para trabajar algunos días en casa. La primera vez, naturalmente, llegó solo, pero el segundo día vino con su mujer: “He visto que sois personas de las que me puedo fiar y he querido que conozcáis a mi esposa”. En esos días estaban en la casa, con las religiosas, un sacerdote y un hermano de su Fraternidad, “y para las costumbres de aquí –cuentan ellas–, llevar a la mujer a una casa en donde hay hombres desconocidos es impensable”. La esposa del carpintero les pidió que rezaran para que pudiera tener un hijo que no llegaba. “Algunos meses más tarde se quedó embarazada y nos dijo: ‘Mi vientre está lleno gracias a vuestras oraciones’”.
Con ocasión de la restauración de la iglesia de San Pablo, el empresario que se ocupó de los trabajos les confió a las hermanas italianas que siempre había tenido una idea negativa de los cristianos, pero que al haberlas conocido, había cambiado totalmente de opinión. “Lo mismo nos sucedió con unos policías que vigilan la iglesia. Una tarde les invitamos al jardín a tomar un té y se quedaron sorprendidos: ‘Nosotros pensábamos que los cristianos nos odiabais’”.
En el nº 2.711 de Vida Nueva.