No se habla, en esta materia, a humo de pajas. Por una parte, la Congregación del Clero había recibido las inscripciones de los diversos grupos de presbíteros de los cinco continentes que habían anunciado su participación. Lo mismo se diga de las diversas asociaciones –Movimiento de los Focolares, Schoenstatt, neocatecumenales, Unión Apostólica del Clero, Opus Dei, etc.– que trabajaban con cifras definitivas. A todos éstos hay que añadir los miembros de muchas órdenes religiosas y los que llegaron a la Ciudad Eterna sin previo aviso, más los que residen en Roma. Por último están las que podríamos llamar ‘estadísticas de las cuatro patas’, es decir, las sillas que instalaron los servicios técnicos del Vaticano en la Plaza para la multitudinaria concelebración y que llenaron casi la mitad del espacio habitual previsto en las audiencias más masivas.
Una afluencia sin parangón
Creo –y es una interpretación libre– que a esta afluencia ha contribuido mucho la facilidad con que hoy se viaja y el relativamente bajo precio de los vuelos. También hay que tener en cuenta que en Roma no es difícil para un sacerdote o religioso encontrar quien lo aloje gratis o por poco dinero. Algunas instituciones –los Caballeros de Colón, por citar sólo una– han costeado no pocos viajes a sacerdotes que no hubieran podido afrontar el desplazamiento con dinero de sus bolsillos. Una acotación necesaria: las generaciones sacerdotales más visibles eran las de jóvenes y ancianos; por el contrario, las menos, las de edades intermedias –entre 40 y 55 años, para entendernos–, y éste es un dato que se presta a muchos comentarios. Por último, el deseo de “sostener” al Papa en un momento difícil ha actuado como nuevo eje de la convocatoria.
Vengamos ahora ya a la cadena de actos celebrados entre el 9 y el 11 de junio. Sobresale entre todos ellos la solemne concelebración del viernes, festividad del Sagrado Corazón de Jesús. Como ya hemos dicho, en torno al Santo Padre se reunió un número de sacerdotes que desafía toda comparación (no es el caso, pero podría figurar en el Libro Guinness de los Récords) y una muy elevada representación del episcopado mundial y del colegio cardenalicio (80, según informaciones dadas por los colaboradores de Guido Marini, maestro de las Ceremonias Litúrgicas del Sumo Pontífice). Hacía un sol de justicia bajo el cual las blancas albas y las casullas resplandecían, pero en los rostros se acumulaban las gotas de sudor. En el balcón central de la Basílica un tapiz recordaba a san Juan María Vianney, el Cura de Ars, de cuya muerte se cumplen ahora 150 años.
Todos esperaban con interés la homilía de Benedicto XVI, un texto amplio y ratzingeriano de la A a la Z. Después de reafirmar que el sacerdocio no es un oficio, sino un sacramento “en el que Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor”, el Santo Padre dijo: “Era de esperar que al ‘enemigo’ no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así, ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso de los pequeños, en el cual el sacerdocio que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación, y queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida. Si el Año sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva en ‘vasijas de barro’ y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace visible su amor en el mundo”.
Comentando este primer mea culpa del Pontífice, el veterano vaticanista Luigi Accattoli recordaba en el Corriere della Sera (12 de junio) que, siendo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y presentando un documento de la Comisión Teológica Internacional sobre La Iglesia y las culpas del pasado, el cardenal Ratzinger había dicho: “La Iglesia no puede y no debe vivir con arrogancia el presente, sentirse exenta de pecado e identificar como fuente del mal los pecados de los otros, es decir, del pasado. La Confesión de los pecados de los otros no exime de reconocer los pecados del presente”. Y presagiaba que “si escucháramos de él otros mea culpa, se referirán a los cristianos de hoy y no a los de ayer”.
Celibato, un sí definitivo
Sobre el celibato, afirmó que hay que vivirlo “como una anticipación del futuro, para mostrar la realidad del futuro que nosotros ya vivimos como presente. Se trata, pues, de vivir un testimonio de fe, que Dios existe, que Dios entra en nuestra vida, que podemos fundar nuestra vida sobre Cristo, sobre la vida futura. El celibato es un sí definitivo, un dejarse llevar por la mano de Dios, un darse a las manos de Dios”.
Para los amantes de las intrigas eclesiásticas, señalemos que, contrariamente a lo anunciado, el Santo Cura de Ars –patrono de los párrocos– no fue declarado patrono de todos los sacerdotes del mundo. Al parecer, se ha considerado que, sin restar méritos a san Juan Mª Vianney, su modelo no agota las posibilidades de vida sacerdotal inspiradas por otros santos de la corte celestial. El Papa sí usó, durante la Eucaristía, un cáliz traído desde la pequeña parroquia de Ars y que era el habitualmente utilizado por el santo sacerdote.
apelayo@vidanueva.es
En el nº 2.712 de Vida Nueva.
————