¿Por qué la mayoría prefiere el matrimonio civil?

¿Por qué la mayoría prefiere el matrimonio civil?

Ilustración Bodas(Vida Nueva) En España ya hay más bodas civiles que religiosas. ¿A qué se debe el cambio de tendencia? ¿Puede hacer algo la Iglesia? En los ‘Enfoques’, responden a estas cuestiones el sociólogo Luis F. Vílchez y el teólogo Antonio Mª Calero.

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Una tendencia con muchos factores de fondo

Luis Fdo Vilchez(Luis Fernando Vílchez Martín– Universidad Complutense) Los datos sobre las bodas civiles y religiosas celebradas en España, durante 2009, son rotundos, pues se entiende que si el número de las bodas católicas ha sido aproximadamente un 15% menos que el de las bodas civiles, la diferencia es importante. No es, pues, algo anecdótico o menor, sino con peso y significado. Para analizarlo, hay que apelar a los factores subyacentes, basándonos en estudios sobre la sociedad española, la juventud en particular, y en investigaciones paralelas. Así lo hacemos al señalar los siguientes factores:

1. El descenso de la práctica religiosa y, en concreto, de la práctica sacramental en general, como diversos estudios vienen indicando. Así, las series del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), o los estudios sobre la juventud de la Fundación Santa María. Está dentro de la “lógica” de ese descenso el abandono de una celebración religiosa del matrimonio y su opción por la celebración civil, o por ninguna de las dos.

2. Lo anterior deriva de una creciente increencia práctica entre la población juvenil y juvenil-adulta. No se ha dejado de creer, terminando en un agnosticismo o ateísmo declarados, pero sí se ha pasado a una increencia en la práctica, donde se situarían grandes capas de “creyentes sociológicos”, que no han renunciado a la fe transmitida desde la familia, el colegio y los entornos eclesiales, pero que no se cultiva y explicita de forma concreta y consecuente. A veces, esto sólo ocurría en uno u otro de los potenciales contrayentes, y su ‘sí’ acababa en una boda religiosa. Cuando la increencia práctica afecta a los dos, aumenta la probabilidad de renunciar a una celebración religiosa del matrimonio.

3. Las presiones familiares y sociales han disminuido para “imponer” un tipo de celebración de la boda a los jóvenes. En consecuencia, cada vez se casan menos por la Iglesia para contentar (o no disgustar) a la familia, o por miedo al qué dirán.

4. La implantación del matrimonio civil en nuestro país ha contribuido a percibir las bodas civiles y las religiosas con el mismo nivel de “normalidad”, siendo ilustrativo cómo en muchas familias los hijos mayores se casaron por la Iglesia, mientras los más jóvenes se casan civilmente. Se ha tratado de dignificar la celebración de los enlaces civiles, donde no falta la pompa y la circunstancia, en un salón digno y adornado, reforzándose así tal normalización. Un matrimonio civil es hoy visto socialmente como un compromiso serio y no como una unión de “segunda clase”.

5. Como los ritos son “humanamente” necesarios, si la ritualización queda garantizada, se entiende que cada vez sean más los que opten por la boda civil, al asegurarse también en ésta un aspecto, del que muchos increyentes antes no querían, ni ahora otros quieren, prescindir.

6. El imaginario de las bodas es muy rico. De sus elementos, los jóvenes parecen privilegiar lo que tiene de opción individual, íntima y afectiva, donde nadie, salvo los implicados, tiene derecho a entrar. Así, toman sus decisiones como mejor les parece: casarse por la Iglesia, civilmente, o constituirse en pareja de hecho, inscrita en el registro correspondiente o no.

7. Lo que connota algo “para siempre” rechina en las sensibilidades juveniles. Pero todavía socialmente “suena” a compromiso más definitivo el sí pronunciado ante la Iglesia que ante un alcalde o un juez, aunque luego el número de parejas que se separan es prácticamente similar en uno y otro caso. Ese sentido de la provisionalidad forma parte del imaginario social de los jóvenes sobre el matrimonio, alimentado por las experiencias que ven a su alrededor.

8. Finalmente, están los divorciados, cuyo número aumenta, y quienes, en el caso de casarse de nuevo, lo han de hacer necesariamente ante la instancia civil.
Una presunción razonable es que quienes hoy celebran religiosamente su matrimonio lo hacen más por convicción sincera que por convención, y eso es positivo. Puertas adentro de la Iglesia, aquí hay un reto para la evangelización en la frontera, para la pastoral juvenil y de preparación al matrimonio y para hacernos pensar.

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Un serio problema eclesial

Antonio Calero(Antonio Mª Calero, SDB- Teólogo. Sevilla) La publicación reciente de unos datos según los cuales los matrimonios civiles han superado en número a los celebrados canónicamente en la Iglesia puede suscitar diversas reacciones: ¿está perdiendo la Iglesia credibilidad? ¿Está perdiendo importancia e influjo en la sociedad? ¿Está perdiendo nuevos socios? ¿Hay que rasgarse los vestidos por tal sangría?

Es la constatación de algo que en los últimos años se ha ido produciendo de forma acelerada: las nuevas generaciones de bautizados están devolviendo, silenciosamente, sin el menor aspaviento, el carnet que se les dio en el bautismo. Se está produciendo una hemorragia indolora de bautizados que, sin beligerancia alguna, sin necesidad de ir a ningún ayuntamiento para inscribirse en el libro de los oficialmente apóstatas, abandonan su condición de miembros de la Iglesia en la que, por otra parte, no han militado salvo en momentos puntuales de celebración de algún sacramento: el bautismo, la primera comunión, ¿la confirmación?, el matrimonio y los funerales y misas de difuntos. Para un número creciente de bautizados, sobre todo jóvenes, la comunidad cristiana, como tal, es decir, la Iglesia, no significa prácticamente nada en sus vidas. ¿Qué sentido puede tener, pues, la celebración canónica del matrimonio si, entre otros gravísimos inconvenientes, lleva aparejada su indisolubilidad? Para el que no ha cultivado de forma sistemática su fe, ¿qué puede significar el matrimonio canónico que, como todo auténtico sacramento, se fundamenta y sostiene en la fe, en la presencia de Cristo en la propia vida que, como Persona viva y real, ilumina, orienta, motiva, sostiene los criterios, palabras y actuaciones de la vida?

Ante semejante constatación, hay que reconocer dos cosas, a cual más importante: primera, que la pastoral matrimonial y familiar no ha bajado de los papeles (excelentes documentos eclesiales) a la acción pastoral concreta y eficaz en la Iglesia; no ha sido acometida con verdadera voluntad política. La primera comunión y la confirmación han merecido que se establezca un razonable tiempo de preparación. El sacramento del matrimonio, por el contrario, no ha merecido semejante atención pastoral hasta hace muy pocos años y de una forma que no dudo en motejar de ridícula. Soy testigo presencial de que, en alguna reunión de pastores diocesanos, ante la situación del sacramento del matrimonio cristiano en la Iglesia, se han contentado con dar una respuesta que causa honda perplejidad: “Mientras la gente venga a casarse, sigamos como vamos”.

Por lo visto, ya ha llegado esa hora en que las jóvenes parejas han dejado de venir a la Iglesia a sacramentalizar su compromiso matrimonial. No sé cuál será la reacción de nuestros pastores a los distintos niveles de responsabilidad: ¿lamento?, ¿dolor?, ¿escándalo?, ¿acción iluminada y eficaz? Una segunda situación a reconocer, más grave aún que la anterior y que en gran parte la explica, es que la Iglesia, como institución social, no presenta el mínimo interés para las nuevas generaciones de bautizados. Basta asomarse a los resultados de algunos estudios sociológicos muy recientes y se verá que en el ránking de centros de interés de los jóvenes, la Iglesia (con todo lo que este término significa: misa dominical, doctrina dogmática y moral, grupos cristianos de compromiso social, etc.), ocupa el penúltimo lugar. ¿Cómo esperar ante semejante valoración por parte de las jóvenes parejas que vengan a celebrar en forma sacramental su matrimonio?

La disminución de parejas que vienen a celebrar el sacramento del matrimonio en la Iglesia, antes que ser un simple problema de praxis pastoral, es un grave y serio problema eclesial, es decir, de aprecio y valoración de lo que significa ser bautizado: un miembro vivo, activo y comprometido de una Iglesia llamada, en esta hora de la humanidad, a ser “fermento” de salvación: de paz, de justicia, de verdad, de concordia, de fraternidad entre todos los hombres.

Por lo demás, el problema, apenas apuntado, lleva consigo una preocupante visión de futuro. El futuro del cristianismo en Europa se juega, fundamentalmente, en la familia cristiana. Si esta familia es la primera y principal transmisora de la fe a los hijos, esa transmisión no está ni mucho menos garantizada en el caso de que las familias cristianas disminuyan incesantemente. El cristianismo irá en retroceso.

Con esto no estoy propugnando ni mucho menos el hecho de tener que casar a cualquier precio (como se ha hecho hasta no hace demasiado tiempo), sino la necesidad de acometer de una vez por todas y con toda la seriedad que requiere el argumento, una pastoral matrimonial que garantice unas familias cristianas nuevas para una sociedad literalmente nueva.

En el nº 2.714 de Vida Nueva.

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