(+ Ciriaco Benavente Mateos– Obispo de Albacete)
“Colgados de los teléfonos móviles, colonizados por los medios de comunicación y la publicidad, siempre con prisas, nos falta tiempo para asimilar lo vivido, para mirar a los ojos de los otros, para escuchar el corazón, para hablar con Dios”
La doctrina católica ha dedicado muchas páginas a hablar del trabajo y pocas a hablar del descanso. El ritmo de la vida se ha hecho tan vertiginoso hoy que hay que poner en valor el ocio, no sólo el negocio. Dios, que es infinitamente sabio, ha inscrito en nuestra naturaleza la alternancia entre vigilia y sueño, trabajo y descanso.
Ése es también uno de los significados más genuinos de la fiesta. Sin darnos cuenta, de sujetos nos convertimos en objetos. Engranajes de una maquinaria inhumana, no vivimos la vida, sino que nos es vivida. Colgados de los teléfonos móviles, colonizados por los medios de comunicación y la publicidad, siempre con prisas, nos falta tiempo para asimilar lo vivido, para mirar a los ojos de los otros, para escuchar el corazón, para hablar con Dios. El tiempo más perdido es el que vivimos enajenados de nosotros mismos.
Dan para pensar aquellas palabras que un autor moderno pone en boca del Papa Luna: “Toda mi vida fue una agitación. Luché tanto en tu nombre que apenas pude conversar contigo. Hablé tanto de ti, como vicario tuyo, que no me quedó tiempo para reposar en silencio a tu lado. Entre nosotros no ha habido tiempo para el amor: teníamos demasiadas cosas que hacer, demasiados entuertos que enderezar, demasiadas tareas que cumplir. No el amor, el deber me ha conducido a ti. Y ahora, a deshora, caigo en la cuenta de que perdí la vida”.
La reflexión vale para todas las personas, estados y profesiones. Lo urgente no debería hacernos olvidar lo realmente importante. Tenía razón el pastoralista: “Que junto al precepto de santificar las fiestas habría que poner el de santificar las vacaciones”.
En el nº 2.715 de Vida Nueva.