(Carlos Martínez Oliveras, CMF.- Universidad Pontificia Comillas) El pasado 11 de julio, los miembros de las tres cámaras (obispos-clérigos-laicos) del Sínodo de la Iglesia de Inglaterra, tras un tenso debate, y no sin importantes dificultades, votaron a favor del acceso de las mujeres al Episcopado. Decisión, por otra parte, tan lógica y esperada por muchos después de que autorizara la ordenación sacerdotal de las mujeres en 1992 y comenzara a ordenarlas en 1994.
Bien es cierto que el proceso para llegar hasta aquí ha sido lento, abierto y dialogado. El genio británico del compromiso, el acuerdo y el consenso se ha dejado traslucir ahora y en otros muchos procesos de discernimiento de la Comunión Anglicana. De todos modos, aún no se sabe el bajo o alto precio que los anglicanos ingleses habrán de pagar por tomar esta decisión en el sentido de divisiones internas o traspaso de importantes sectores a otras confesiones, entre ellas, a la Iglesia católica. En este proceso de discernimiento incluso se ha solicitado honestamente en varias ocasiones la opinión sobre el tema a la Iglesia católica y a otros interlocutores ecuménicos. El mismo cardenal Walter Kasper [hasta hace unas semanas, al frente del Pontificio Consejo para la Promoción y Unidad de los Cristianos] fue a exponer la postura católica a los obispos de la Iglesia de Inglaterra en el año 2006 y les dirigió una ponencia en la Conferencia de Lambeth de 2008. Pero para la Iglesia católica, la gravedad de la decisión es tal que el mismo día en que hace dos años se abrían las puertas jurídicas del proceso, la Santa Sede, a través de ese Pontificio Consejo, emitía una breve nota donde se lamentaba con gran dolor de que se hubiera llegado a una decisión tan perjudicial para el ecumenismo. La ordenación episcopal de las mujeres supone un desgarro en la tradición apostólica mantenida por todas las Iglesias del primer milenio y, por lo tanto, un obstáculo ulterior a la reconciliación entre la Iglesia católica y la Comunión Anglicana. Con la ordenación sacerdotal y episcopal de las mujeres no sería posible la reconciliación de ministerios. Sin esta reconciliación no sería posible la plena comunión; y sin plena comunión, no es posible la participación en la única Cena del Señor en la que comulguemos el único Cuerpo de Cristo y bebamos su único Cáliz, anhelo y meta final del movimiento ecuménico.
Doble matiz
Esta noticia de la ordenación episcopal de las mujeres encierra una importancia crucial, pues comporta un doble matiz cualitativo para las relaciones con la Iglesia católica: el primero, quién es la Provincia anglicana que ha votado a favor de esta medida; el segundo, sus consecuencias eclesiológicas. No será la primera vez que se ordenen mujeres obispos. Ya las hay en algunas provincias anglicanas de los Estados Unidos, Canadá, Australia o Nueva Zelanda. Y, sin embargo, la Iglesia católica ha mantenido durante este tiempo un nivel de diálogo y de acuerdo cristalizado en diversos documentos al más alto nivel: El don de la autoridad (1998); María: Gracia y esperanza en Cristo (2004); Creciendo juntos en unidad y misión (2007). Pero ahora es la Iglesia de Inglaterra quien ha dado el paso. Ha sido la Iglesia madre, la Iglesia matriz de la Comunión Anglicana quien ha comprometido su vida y su futuro. Y esta Iglesia está presidida por el arzobispo de Canterbury, que, además de primado de la Iglesia inglesa, es el foco de unidad y primado (primus inter pares) de toda la Comunión Anglicana, responsable de las relaciones ecuménicas y representante visible en el diálogo al más alto nivel con el Papa en las relaciones anglicano-católicas. Además de la cuestión de la ordenación episcopal de mujeres, el arzobispo Rowan Williams ya llegaba algo debilitado cuando hace dos años su primacía era cuestionada y, en cierta medida, rechazada por un sector muy numeroso y significativo de la Comunión Anglicana procedente de África, América Latina y Australia (Global South), que vienen librando una batalla ininterrumpida desde que en 2003 el sacerdote estadounidense abiertamente homosexual, Gene Robinson, fuera consagrado obispo. Por tanto, una decisión de tal calado tomada por la Iglesia madre del anglicanismo y el consiguiente debilitamiento de la posición del arzobispo de Canterbury por otros temas añadidos, supone una noticia muy poco esperanzadora para cualquier diálogo ecuménico y, en concreto, para la relación con la Iglesia católica. Así pues, si el primer matiz venía de la geografía con la densidad y significación que ello conllevaba, el segundo se refiere a la dimensión teológica de la misma medida en sí. El Episcopado es el principio y fundamento de la unidad de la Iglesia. Es el signo de la comunión eclesial y, por tanto, resulta que allí donde se concentra, se visibiliza, se expresa, se sacramentaliza la unidad y la comunión es el lugar desde donde ahora parte la división, la separación y la no aceptación de su ministerio pastoral, que se traduce en el cuidado y guía del pueblo de Dios encomendado.
No es el momento de hacer una comparación exhaustiva con el modelo católico, pero la garantía de la unidad y de discernimiento de la verdad que reposa sobre el sucesor de Pedro ofrece el punto de apoyo incontrovertible para el mantenimiento de la comunión. Bien es verdad que, como el mismo Pablo VI reconoció, la figura de Pedro pudo ser en otros tiempos piedra de división para los cristianos. Pero hoy su correcta comprensión teológica, fiel a la tradición, y la reflexión sobre el ejercicio de su ministerio, al que invitó a todos los cristianos Juan Pablo II en su encíclica Ut unum sint, es un punto crucial que debería ser profundizado para seguir caminando en la búsqueda de aquella unidad que Cristo quiso para su Iglesia.
Hace un tiempo, un periodista me interpelaba en un programa radiofónico preguntándome si la Comunión Anglicana, ante la ordenación de las mujeres al sacerdocio y al Episcopado, o la ordenación episcopal de un homosexual abiertamente declarado, podría definirse como la Iglesia más avanzada en cuestiones sociales y morales, como si dichas posturas se pudiesen plantear en términos de progreso o retroceso, de vanguardia o retaguardia eclesial. Tratarlo así sería sacar la cuestión de su adecuado marco de comprensión y situarse en una esfera ajena. La misma naturaleza de estas decisiones conecta con la más absoluta fidelidad a la Escritura y a la tradición. La prueba del nueve de su verdad o error no estará en si son medidas “avanzadas” o “progresistas”, sino si están en consonancia con el Evangelio y, a la postre, con el proyecto de Jesucristo para su Iglesia. Por eso, la Iglesia católica no ordena mujeres. No puede. No es una cuestión coyuntural o de voluntad discriminatoria. Se siente tan ligada a la voluntad de Jesucristo, que sólo escogió varones para el ministerio apostólico, y cuya práctica continuó la tradición de la Iglesia, que afirma no poseer la facultad para poder hacerlo. Ensalza, alaba y fomenta el “insustituible” papel de la mujer en la Iglesia. Y su presencia significativa va siendo cada vez mayor, y aún deberá serlo más. Y lo hace de la misma manera que reconoce un lugar excelso a la Virgen María, a la que Jesús, pudiendo hacerlo, no la eligió “para el Episcopado”. Su papel es superior en otro orden de la naturaleza eclesial.
Momento poco alentador
El momento presente no es alentador, aunque no deben olvidarse cuarenta extraordinarios años de camino común, cuyo fruto, además de una imponente biblioteca de documentos teológicos de primer nivel, ha cristalizado en unas relaciones y una cooperación en muchos lugares realmente admirables entre católicos y anglicanos. No son días para tirar cohetes de optimismo, pero también hay quien piensa que es normal que cuanto más cerca se está de la cima, más difícil se hace la respiración y más cortos se han de dar los pasos. En estos días estivales, el Papa se encuentra preparando en Castelgandolfo las intervenciones de su visita en septiembre al Reino Unido con motivo de la beatificación del cardenal Newman. A buen seguro que será un momento importante y decisivo, ya que sus palabras marcarán por dónde habrá de discurrir el futuro de las relaciones con la Comunión Anglicana y, más en concreto, con la Iglesia de Inglaterra. Volver a ver al Papa y al arzobispo de Canterbury en la abadía de Westminster, unidos con otros líderes cristianos, rezando por la unidad, como ya estuvieran en su día Juan Pablo II y el Dr. Rober Runcie en 1982, será, sin duda, por encima de los graves y serios problemas que hoy se ciernen, un impulso de esperanza hacia la unidad querida por Cristo para todos sus discípulos.
En el nº 2.717 de Vida Nueva.