Y en medio de ese mar también hay peregrinos, solo faltaba. Y me queda un poco la sensación de que la Iglesia de comienzos del milenio tendrá que plantearse su papel en esta historia. Puede hacer mucho más, debe hacerlo. Y me explico. Hace catorce años, como Noé mucho antes, alguien empezó a construir “el arca de Grañón”, un pequeño y acogedor albergue parroquial en el último pueblo del Camino de Santiago en La Rioja, en donde soy párroco, y que invita a peregrinos y visitantes a la conversación y al descanso, al encuentro y al asombro, a la discusión y a la fraternidad, al juego y a la fiesta, al olvido y a la amistad.
Y es que un albergue siempre será una lanzadera hacia el infinito, una llamada a levantar los ojos al cielo y contemplar por la noche el camino de las estrellas que guió tantas y tantas huellas; y por el día, el astro rey o el paso de mil pájaros.
En este arca desaparecen todas las diferencias. Llegan vientos de Europa, Asia y América. Y hasta de Oceanía y de Suráfrica. Y renuevan el aire de esta nave de piedra que se resiste al cambio de los tiempos, que en sincera humildad aguanta los embates de un mar embravecido que la cerca. Y mil voces, mil lenguas, componen un idioma que todos entendemos: una mano tendida a los otros; un abrazo escondido; un gesto de cariño hacia el más débil; sana complicidad de un corazón abierto hacia un amigo; felicidad colmada de quienes han sabido salir desde sí mismos al encuentro de otros. Y han encontrado a Dios, fuente de vida.
Son años de oración, recuerdo y presencia. Años para el asombro y la memoria. Si las piedras hablaran… resonaría el nombre de tantos peregrinos a cada paso, de aquellos que se marcharon agradecidos; de los que descubrieron que su vida cambió; de los que hacía tiempo que perdieron el norte de su historia y lo encontraron aquí, camino del poniente. Y el de tantos y tantos peregrinos que encontraron aquí su fuerza y su consuelo. Y el de más de 300 hospitaleros que aquí han dejado huella de servicio.
Si los curas supieran que estar en un albergue es palpar el Evangelio, disipar las tinieblas de la duda, contemplar al leproso que vuelve agradecido, que ya no es un leproso, sino un punki riojano al que miramos tal vez entre prejuicios, pero él vio más allá y se sintió querido y escuchado…; y está la cananea, con aquella fe recia que los años han ido haciendo fuerte y aterrizada, que no era de Canaán, sino alemana…; y está Zaqueo, en forma de abogado penalista australiano, que busca sin saber cuál será el resultado de un encuentro…; y están los cirineos portando tantas cruces, que hay mucho sufrimiento que no se ve, aunque parezca fácil esconderlo…; y está Judas; y también los Boanerges, que no entienden ni saben de gratuidad alguna, sino de esfuerzos… y uno no puede menos que mirar con amor al joven rico que, entristecido, continúa el camino con la certeza de que terminará como al inicio…; y está la hemorroísa que, en medio del gentío, pierde a chorros la vida que le queda pensando ya en tocar, aunque sea de lejos, el borde de algún manto milagroso que cree divisar bajo la sombra de aquel botafumeiro cada vez más costoso y más caro…; y está aquella mujer, de Magdala decían, ayer era de Italia, que lloraba del todo arrepentida y aún enamorada…; y dicen haber visto al publicano que creía tener derecho a nada, y allá en la oscuridad del último rincón, cerca del piano, era justificado aunque había salido del centro de menores por ser mayor de edad, y valenciano…; y este año pasó un hombre atormentado, como aquel de Gerasa, decía ver demonios, huía y se escondía, era de Latvia…; también Marta y María discutían aquí hace unos días; eran de Santander, no de Betania…; y está la que tuvo tantos maridos y el Señor le prometió una vida nueva allá por Samaría, aunque era de Francia…; y volvían contentos, como los de Emaús, unos peregrinos que habían descubierto por el camino la muerte ya vencida, no podían callar y, aunque en lituano, la gente compartía su alegría…
Y el Camino, que sufre tantas cosas, sufre también de fama. Y empiezan a venir los peregrinos en números ingentes. Y terminan por convertirse en rivales aquellos que fueron llamados a ser hermanos, compañeros de viaje, que todos somos, de uno u otro modo, peregrinos en camino hacia en cielo. Y convierten el camino en carrera de obstáculos, pensando en coger puesto en el próximo albergue sin darse cuenta de que lo más importante ese día era aquel peregrino que dejaron atrás, donde Dios mismo les tendía la mano y esperaba.
Y llegan a Santiago y hay que ayudarles. Han vivido unos días en su burbuja, sin preocuparse por los afanes del trabajo y la vida, sin reloj ni noticias. Y volver de Santiago es como un parto. Conectarse de nuevo al mundo que dejaron. Para los que vivieron en el Obradoiro su pequeño Tabor, viven con ojos nuevos lo de antaño y, aunque todo es igual, todo se simplifica, se vive desde la perspectiva del Camino. Porque marchar hacia la tumba de un apóstol es caminar al encuentro con Cristo. Sólo desde ese encuentro, los peregrinos se encuentran a sí mismos, a los otros y a Dios mismo. Y el apóstol, esculpido en aquel impresionante Pórtico de la Gloria, les sonríe impasible cuando se acercan envueltos en sudor y en tantas lágrimas sin saber que el camino que emprendieron hace unos treinta días, lejos de terminar, allá comienza.
En el nº 2.719 de Vida Nueva.
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