Y en medio de ese mar también hay peregrinos, solo faltaba. Y me queda un poco la sensación de que la Iglesia de comienzos del milenio tendrá que plantearse su papel en esta historia. Puede hacer mucho más, debe hacerlo. Y me explico. Hace catorce años, como Noé mucho antes, alguien empezó a construir “el arca de Grañón”, un pequeño y acogedor albergue parroquial en el último pueblo del Camino de Santiago en La Rioja, en donde soy párroco, y que invita a peregrinos y visitantes a la conversación y al descanso, al encuentro y al asombro, a la discusión y a la fraternidad, al juego y a la fiesta, al olvido y a la amistad.
Si supieran los curas, mis hermanos, cómo se llena su corazón de padres, abrirían albergues. Hay que abrir más albergues parroquiales que sean pequeños salvavidas que, en medio de las fuertes tempestades del mundo y de la vida, sigan siendo para los peregrinos refugio en el camino, luz en la oscuridad, fe y presencia en las dudas. Hay que abrirlos en favor del Camino de Santiago y de la Iglesia, que ha de hacerse presente a cada paso. Hay que abrirlos porque ya no es fácil encontrar la puerta de una iglesia abierta.
Y llegan a Santiago y hay que ayudarles. Han vivido unos días en su burbuja, sin preocuparse por los afanes del trabajo y la vida, sin reloj ni noticias. Y volver de Santiago es como un parto. Conectarse de nuevo al mundo que dejaron. Para los que vivieron en el Obradoiro su pequeño Tabor, viven con ojos nuevos lo de antaño y, aunque todo es igual, todo se simplifica, se vive desde la perspectiva del Camino. Porque marchar hacia la tumba de un apóstol es caminar al encuentro con Cristo.
Más información en el nº 2.719 de Vida Nueva. Si es usted suscriptor, lea el testimonio completo aquí.