Más allá de tales experiencias sensoriales, recogidas en su obra y respaldadas por el arzobispo de Maguncia, por san Bernardo de Claraval o por el propio papa Eugenio III, lo que aquí trata de recrear la veterana realizadora es el impacto de la luminosa y arrolladora personalidad de Hildegarda en un contexto de sombras y condenas. Gracias a Von Trotta y a su austera puesta en escena (también a la interpretación, ora apacible, ora enérgica, de Barbara Sukowa), descubriremos gozosos las enseñanzas de aquel genio femenino en los más diversos ámbitos: la música, la poesía, la cocina, e incluso la medicina natural, la filosofía o la ciencia.
Aunque si en algo impartió verdadero magisterio la abadesa Von Bingen fue en su modo de entender la fe, de organizar la vida claustral y de ejercer la autoridad en comunidad. Ahora, la audacia de su mensaje y su ejemplar testimonio vital se nos dan a conocer de la mano de esta película seria, desprovista de todo boato y de cualquier intención catequética, ante la que ningún espectador –cristiano o no– debería permanecer indiferente.
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