La desolación esclaviza nuestra libertad, bloquea la ilusión, la creatividad y termina por sacar lo peor de nosotros, lo cual no es sano ni bueno. La desolación desquicia: nos saca de nuestro eje vital. Dentro de todas las limitaciones y pecados en la vida, sé cuál es mi eje; seré pecador, pero la eterna referencia nostálgica del Padre y su casa están presentes en mí, en nosotros. Y no quiero salir de ese quicio, de tal eje.
Superficialmente se barajan argumentos manidos como comunión eclesial y diocesana, obediencia, fidelidad, sumisión…, y no se hace caso de realidades anteriores infinitamente más esenciales a los protocolos episcopales y eclesiásticos. La persona humana, la fe, la libertad, la justicia, la razón, el pensamiento teológico, el respeto, la creatividad cultural y eclesial son muy anteriores a toda configuración eclesiástico-ideológica coyuntural.
¿Cómo seguir?
Así las cosas, se presenta el problema, al menos a mí: ¿cómo continuar en nuestra Iglesia, en nuestra diócesis? No es razonable vivir siempre en tensión y a bofetadas. No sería cristiano entrar en una dialéctica de “vencedores y vencidos”. Ni es sano quedarse en una actitud de sometimiento al orden eclesiástico invocando la obediencia. En la Iglesia no somos súbditos ni reos: somos hermanos. Tampoco es sana la postura sanchopancesca de asegurar el puesto de trabajo, el prestigio, el que “a mí que me dejen en paz”… El espíritu y la elegancia evangélicas no permiten tal posición.
Con esta nueva situación eclesiástica parece decírsenos que todo lo hemos hecho mal: “Habéis traicionado el Evangelio, litúrgicamente sois un desastre, cristológicamente arrianos habéis traicionado a la Iglesia, la secularización os invade…”. ¡No es verdad! Como Pablo, no me avergüenzo –ni en nuestra diócesis nos hemos avergonzado– del Evangelio (Rom 1,16). También como Pablo, el Evangelio que hemos predicado no es de ningún hombre, sino del Señor (Gál 6,11). Hemos hecho lo que hemos podido. No hemos trabajado por el éxito, sino por el mérito y la gracia del Señor.
Futuro
Habremos de vivir la profundidad de nuestros pequeños universos de sentido, culturales, pastorales, teológicos. Quizás habremos de vivir con la experiencia de la profundidad el salmo 138. Una catequesis bien preparada, una Eucaristía celebrada lo mejor posible, una reflexión ofrecida con bondad y hondura es infinitamente más profunda que un activismo desenfrenado o mil planes pastorales.
A ciertas alturas de la vida, y cuando uno ya está más cerca del requiem aeternam que del puer natus es nobis, el peso de la vida y de lo vivido confieren una altura de vuelo (no por méritos propios, sino por la misma densidad de la existencia), y desde esa altura, uno ve que el fundamento no está en la coreografía, menos en el poder; la piedra angular es el ser, Dios. Nada te turbe, nada te espante, solo Dios basta.
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