(Dolores Aleixandre, rscj)
“Sería un milagro que a alguien a quien le gusta tanto leer, escribir, escuchar a Mozart y tocar el piano, no le cueste sumergirse en semejante baño de multitudes y soportar tanto agasajo de abrazos, saludos y ceremonias, revestido además con un ropaje incomodísimo”
En estos días de tantos cálculos sobre el costo del viaje papal, ha habido diversidad de opiniones: encantados los que venden recuerdos de la visita (dedales sobre todo en tiempos en los que, como dice un anuncio, “ya no cose ni tu abuela”); los dueños de bares y restaurantes también se alegran mucho, mientras que los de las plataformas de protesta están enfadadísimos, y también católicos a quienes les parece una barbaridad tanto gasto en tiempos de crisis.
En medio de esa efervescencia de opiniones, hay otro precio a pagar del que apenas se habla, y es el coste personal que este ajetreo de viajes supone para un hombre de 83 años. Porque, más allá de que forma parte de su misión y que le alegre poder animar la fe de los católicos españoles, me parece imposible que no experimente a la vez algunas resistencias: sería un milagro que a alguien a quien le gusta tanto leer, escribir, escuchar a Mozart y tocar el piano, no le cueste sumergirse en semejante baño de multitudes y soportar tanto agasajo de abrazos, saludos y ceremonias, revestido además con un ropaje incomodísimo. ¿No preferiría a veces tomarse tranquilamente un caldo y una tortillita francesa en vez de asistir a uno de esos banquetes que deben ser tan protocolarios y aburridos? ¿No le agotará la presión mediática, sabiendo que todo lo que diga o haga será analizado, comentado e interpretado mucho más allá de su verdadera intención?
Cuando pienso en los precios personales que paga en cada viaje, me surge decirle de corazón: muchas gracias por haber venido, de verdad, y trate de descansar a la vuelta todo lo que pueda: no se olvide de que aún le queda la movida de agosto.
En el nº 2.729 de Vida Nueva.
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