Publicado en el nº 2.736 de Vida Nueva (del 8 al 14 de enero de 2011).
Arrecia la persecución de cristianos en el mundo. Es verdad que la Historia está jalonada de estos actos, y en el mismo origen del cristianismo, la sangre martirial, el testimonio de la vida entregada ha sido fuente fecunda de vida, desde la misma Cruz. La Historia ha avanzado y la persecución religiosa ha seguido sus derroteros con nuevas formas y nueva virulencia. Hay lugares en los que ya se creía superado este ensañamiento. Los últimos atentados en Egipto, pero también en Filipinas, Nigeria e Irak, o las continuas amenazas en otros países del mundo musulmán, dan prueba de que no es así, sino que continúa la espiral de violencia.
Y en algunos casos, se da en ámbitos de influencia de países con fuerte tradición democrática, defensores de las libertades públicas, entre las que se encuentra la religiosa. Poco hacen esos gobiernos por frenar esta escalada en el hostigamiento a los cristianos. La libertad religiosa, consagrada en el ordenamiento jurídico internacional, está siendo violada constantemente con alevosía y sin que se escuchen las voces de muchos gobiernos democráticos que sí reaccionan cuando son otros derechos los que son conculcados. Hoy por hoy, la libertad religiosa está siendo amenazada con el silencio cómplice de no pocos. Porque no basta con decir que no hay persecución religiosa en Europa por el hecho de que no haya muertes sangrientas ni martiriales. Cuando sí se han registrado, se ha acusado a sus autores de ser personas aisladas. Pero ha llegado la hora de reflexionar más seriamente sobre un problema que, en estos días, se ha vuelto a poner de manifiesto y que excede el ámbito personal para convertirse en un problema general de violación clara de las leyes de libertad religiosa.
¿Cabe realmente hablar de persecución religiosa en Occidente o, más concretamente, en España, hoy? En sentido estricto, la respuesta parece que ha de ser negativa. No hay legislación claramente persecutoria, ni hay atentados terroristas contra los católicos por el hecho de serlo, al margen de actos vandálicos esporádicos. Es verdad que en los últimos años, estos atentados en algunos países son más frecuentes. Sí se advierte cómo se agrede con la mejor arma, los medios de comunicación, a todo lo que huela a sagrado. En relación directa con esto, hay otro signo, como es la insistencia en que las manifestaciones religiosas deben circunscribirse al ámbito privado. La llamada por algunos “guerra de los símbolos”, de su presencia –como es el caso del crucifijo– en espacios publicos, es una muestra más.
“La paz es un don de Dios y al mismo tiempo un proyecto que realizar, pero que nunca se cumplirá totalmente. Una sociedad reconciliada con Dios está más cerca de la paz, que no es la simple ausencia de la guerra, ni el mero fruto del predominio militar o económico, ni mucho menos de astucias engañosas o de hábiles manipulaciones. La paz, por el contrario, es el resultado de un proceso de purificación y elevación cultural, moral y espiritual de cada persona y cada pueblo, en el que la dignidad humana es respetada plenamente”. Lo ha dicho el Papa en su exhortación para la Jornada Mundial de la Paz, que publicamos en el Pliego de este número. Merece atención este mensaje, uno de los más significativos por su clara apuesta por la libertad religiosa y el respeto a lo sagrado como importante contribución a la paz. La libertad religiosa es un arma auténtica de la paz, con una misión histórica y profética, pues valoriza y hace fructificar las profundas cualidades y potencialidades de la persona humana, capaces de cambiar y mejorar el mundo en un futuro cargado de esperanza.
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