(Vida Nueva) A punto de cumplirse un año del terremoto de Haití (12 de enero), cabe hacer balance. ¿Ha hecho lo suficiente la comunidad internacional? ¿Y la Iglesia? ¿Por qué el país se está sumiendo en la desesperanza? Rafael Manuel Fernández, del Partido por un Mundo más Justo (M+J) y José Miguel de Haro, presidente de Acoger y Compartir, nos ofrecen sus puntos de vista.
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Esperando respuestas
(Rafael Manuel Fernández Alonso– Coordinador del Partido Político por un Mundo más Justo en Galicia y Asturias) Hace un año que tembló la tierra en Haití y giramos la cabeza hacia el país más pobre de América Latina y uno de los países con el Índice de Desarrollo Humano más bajo del mundo, como si hubiésemos descubierto, de pronto, su existencia. Haití, el país olvidado por todos, tal vez por no poseer en sus entrañas petróleo o diamantes y cuya única riqueza es la propia vida de los haitianos.
Como siempre, los primeros en acudir en su ayuda fueron los voluntarios, los misioneros, las ONGD, los ciudadanos de buena voluntad que cada vez que un pueblo grita pidiendo ayuda corren solidarios a prestarla. Y, una vez más, los dirigentes del mundo, los políticos, fueron fieles a su lema: “Primeros en la foto, últimos en la acción”.
Una vez más hemos asistido a un sinfín de buenas intenciones, conferencias de donantes, debates y discusiones acerca de cómo organizar y cómo gestionar la ayuda. Se prometieron fondos durante la cumbre de Nueva York de finales de marzo para la reconstrucción de Haití, pero que un año después no han estado disponibles más que en un 20% de lo prometido, eludiendo por completo sus compromisos.
Mientras, el pueblo de Haití –como antes otros muchos– ha tenido que esperar, en una espera silenciosa y agónica, que los grandes del planeta quieran hacer algo por ellos. Incluso sus propios políticos se han enzarzado en una lucha por el poder en las pasadas elecciones presidenciales, olvidándose de los hombres, mujeres y niños que día a día se aferran en la búsqueda de una esperanza.
Estos hechos nos hacen pensar que nuestra clase dirigente no está a la altura de las necesidades del pueblo y que, una vez más, la ciudadanía va por delante de sus políticos en la búsqueda de la justicia y en dar una respuesta a situaciones que no pueden demorarse en el tiempo.
Cada vez es más frecuente ver cómo la ayuda a los países empobrecidos, los fondos de cooperación, las ayudas de emergencia, las políticas de derechos humanos, son decididas por nuestros políticos no por la necesidad real de las personas a las que deberían ir dirigidas, sino como moneda de cambio en intereses comerciales o del rédito político que se pueda conseguir, y defendidas estas incongruencias con discursos sobre el “interés nacional”, que prevalece para ellos frente al hambre, la miseria y la violación de derechos humanos, convirtiendo el mundo en un enorme mercado en donde todo se vende o se compra en una inmensa transacción de intereses.
Frente a esta clase política, la humanidad necesita una nueva visión, una nueva forma de ver al mundo y la relación entre los pueblos, donde la defensa de los derechos humanos y el servicio a la ciudadanía –sobre todo, a los más empobrecidos– sean el prisma y la referencia de cualquier decisión y acción tomadas por nuestros gobernantes.
Ante situaciones como la producida en Haití, nuestros políticos deberían dejar de lado sus diferencias, sus intereses nacionales y particulares, y acudir sin paliativos en ayuda de los miles de haitianos que demandan en silencio, un silencio ensordecedor para quien quiera escucharlo, soluciones sin demoras. Y tomar como ejemplo el trabajo y la actitud de los voluntarios y misioneros, de las ONGD, que, sin cámaras ni promesas vacías, dan siempre una respuesta rápida, sin excusas y sin demora, ante cualquier necesidad. Una respuesta que no sólo lleva esperanza y ayuda al pueblo que sufre; es una respuesta que sirve de denuncia ante las grandes injusticias de la Tierra y las actitudes de nuestros políticos y sus promesas incumplidas.
Frente a hechos como éste, es necesario que la clase política responda poniéndose al lado de los sectores más débiles y cumpla sus promesas de financiación para la reconstrucción de Haití con urgencia, o como mínimo, con la misma celeridad, al ser la causa más justa, con la que se movilizaron para rescatar con grandes cantidades de dinero a los organismos financieros responsables de la crisis económica mundial. El recorte de la Ayuda Oficial al Desarrollo es un ejemplo del doble discurso de nuestros políticos, que prometen ayudas pero ponen freno a las acciones que desarrollan las ONGD.
Y nosotros debemos tomar conciencia de nuestra responsabilidad en la marcha de nuestro mundo globalizado y dar pasos hacia un modelo económico y social distinto, basado en un reparto más justo de las riquezas, una atención a los colectivos más empobrecidos y una regeneración de los valores de la solidaridad, el compartir y un desarrollo más humano.
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Vergüenza da…
(José Miguel de Haro Sánchez, c.s.s.r.- Presidente de Acoger y Compartir) A un año del seísmo, en Haití va ganando enteros la desesperanza. Se vive una gigantesca frustración. Hay quien psicológica y moralmente ya no lo soporta. De los desatendidos campos de desplazados, la desnutrición en las zonas rurales y el analfabetismo reinante está germinando una desesperación que se ha visto sin careta tras las elecciones del 28 de noviembre. Aunque ese dolor de vivir viene de antes.
Cáritas, Mensajeros de la Paz, ONGD de congregaciones religiosas como salesianos, jesuitas, vedrunas… hacen lo que pueden para reducir las altas cotas de sufrimiento de miles de personas. En ese agujero negro que es Haití, la Iglesia está presente en carne y hueso. También otras ONGD. ¿Qué sería de los enfermos de cólera sin Médicos sin Fronteras? Pero la cuestión Haití es más compleja y profunda, por eso quisiéramos escuchar y ver a la Iglesia arriesgando más.
Estuve allí hace unas semanas porque nuestra pequeña asociación, Acoger y Compartir, desde antes del seísmo vive un compromiso con este pueblo. Durante este año se han enviado seis contenedores con ropa, medicamentos, comida, agua. Se han entregado a unas 200 familias ayudas económicas. En agosto se realizó un campo de verano para 280 niños y 125 jóvenes, y se levantó una tapia en el perímetro de la escuela para seguridad de los niños. Se han construido 16 aulas para Primaria y Secundaria en Geantillon, en la región de Les Cayes, donde hay una comunidad de misioneros redentoristas que intenta sostener la esperanza.
Esos días, en la Universidad Notre Dame d’Haití impartimos un seminario sobre tratamientos de aguas a universitarios de la zona. El obispo de la diócesis quiso agradecernos que, pese a la alarma del cólera, no suspendiéramos el curso. Nos habló con palabras sencillas del compromiso de la Iglesia para que la situación no lleve a ese caos que genera la pérdida de esperanza en un orden social. Dos semanas después, en esa misma ciudad eran asesinadas cuatro personas en las revueltas postelectorales y quemadas las oficinas de estamentos oficiales y partidos políticos.
En Haití, a un año del seísmo, “la justicia sigue siendo plegaria de una sola palabra”. ¿Cuánto abandono, soledad, tristeza y desamparo tendrán que resistir aún las víctimas? La Iglesia tiene que ampliar el gesto, mostrando y demostrando que las donaciones llegan a sus destinatarios, que no es necesario esperar otro año para actuar con una siembra a más largo alcance.
Hablar de Haití es experimentar una vergüenza que duele. Hasta los plásticos y lonas que cobijan a los habitantes de los campos de desplazados se agrietan ya. Bill Clinton, codirector de la Comisión para la Reconstrucción de Haití, dice que “los escombros y la vivienda son los problemas más graves”; pero en Puerto Príncipe, aún hay escombros suficientes para llenar cinco grandes estadios. Dice él que están “haciendo un buen planteamiento en energía y comunicaciones”. Planteamiento que no se ha concretado en nada eficaz. Y distintos estamentos le preguntan: ¿dónde está el dinero prometido para la reconstrucción? Cierto que la corrupción embarra tanto quelos países donantes quieren saber en qué proyectos se va a invertir su dinero. Cientos de ellos podrían estar ya en ejecución.
Más que una metáfora vienen a ser los gritos de los empobrecidos de Haití porque creen que las heces de los cascos azules generan el cólera del cuerpo y la rabia que los saca a la calle para apedrearlos. No se puede obligar a resistir tanto tiempo rodeados de frustración y de metralletas que todo lo reprimen y nada solucionan. Tras la sospecha de fraude electoral, algunos hablan del fracaso de la ONU también en Haití. En Hichen, una pequeña comunidad de religiosos intenta instalar un potabilizadora para que los 500 niños de la escuela que sostienen puedan tener agua sin riesgos.
“Cuando se trata de sobrevivir las noches e imaginar los días venideros… una persona, con la esperanza entre los dientes, es un hermano o hermana que exige respeto”, dice J. Berger. Muchos haitianos y quienes no lo somos echamos en falta ese respeto. Las iglesias lo intentan, a la vez que sienten cómo se agudiza el dolor de vivir en Haití. En Belle Fontaine, lugar tan bello como inaccesible, dos religiosas españolas atienden médicamente a los empobrecidos, que son todos. Y esa compasión abre a otros proyectos, como la canalización de agua.
En Haití es posible mucho más de lo que la comunidad internacional, Clinton y los políticos haitianos dicen. ¿Qué falta? Mujeres y hombres de las diferentes iglesias y ONGD lo están denunciando y diciendo con hechos.
En el nº 2.736 de Vida Nueva.
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