Extracto del Pliego del nº 2.747 Del 26 de marzo al 1 de abril de 2011 …
ALFONSO CRESPO HIDALGO, sacerdote, Parroquia de San Pedro (Málaga) | Toda la Iglesia está llamada a acompañar la peregrinación de los jóvenes hacia la JMJ de Madrid en agosto, especialmente sus pastores. Rescatando el espíritu del lema del encuentro, estas páginas quieren servir como preparación también a otra cita a la que todos los creyentes estamos convocados: la de reavivar las raíces de nuestra fe y reafirmar sus sólidos fundamentos.
La Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), que se celebrará en Madrid en agosto, tiene como lema una hermosa cita de san Pablo: “Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe” (cf. Col 2, 7). Esta exhortación paulina no solo va dirigida a los miles de jóvenes que preparan esta Jornada, sino que es una llamada para todos los creyentes. Toda la Iglesia, sus comunidades, parroquias y movimientos, tienen que acompañar esta peregrinación, no solo material sino sobre todo espiritual, de los jóvenes hacia el encuentro de Madrid, haciendo suyo el espíritu de este lema.
Este se convierte en un auténtico test de validación de la fe de cada cristiano, de toda comunidad eclesial. También nos interpela a nosotros, sacerdotes, como responsables de la fe del rebaño confiado. La JMJ Madrid 2011 no es solo cuestión de jóvenes, es tarea de la Iglesia universal, incluidos sus pastores. Y, para ello, vamos a reflexionar y a revisar nuestra fe, para purificarla, alentarla y, renovando sus raíces y sus fundamentos, poder profesarla con valentía, alentando la fe del rebaño confiado.
La vida teologal del presbítero y la imagen del Buen Pastor
En la primera carta de san Juan encontramos una definición de Dios: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8.16). Tiene todo el aire de una definición solemne, que quiere expresar directamente el ser de Dios. Dios se nos revela como un misterio de amor: el misterio de la Trinidad es ante todo el misterio del amor. San Juan termina sacando una conclusión lógica: “Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios permanece en él” (1 Jn 4, 16).
Los cristianos nos incorporamos por el Bautismo a este amor trinitario, y el Espíritu, que enlaza en el amor al Padre y al Hijo, nos incorpora en la misma comunión a los que, movidos por Él, gritamos: ¡Abba, Padre! Y creer en el Dios trinitario, bajo la guía del Espíritu, produce en nosotros frutos de “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza” (Ga 5, 22). Esta es la fuente de la comunión fraterna. Así, el amor se convierte en el gran desafío de los cristianos: “La caridad, en su doble faceta de amor a Dios y a los hermanos, es la síntesis de la vida moral del creyente. Ella tiene en Dios su fuente y su meta” (TMA, 50).
El Buen Pastor: autorretrato espiritual de Jesucristo
La caridad pastoral queda configurada en el “autorretrato espiritual” que Jesús hace de sí mismo como Buen Pastor, contenida especialmente en Juan (cf. Jn 10, 1-18 y 27-30), que se completa con la imagen del pastor en los profetas y salmos.
Aparece claramente que la relación de Cristo con su rebaño es una relación de caridad, de amor, de dedicación, de servicio total, de inmolación victimal. Esta existencia ofrecida, proclamada con palabras y obras en favor del rebaño, tiene su culmen en el sacrificio de la cruz ofrecido al Padre y por el que hemos alcanzado nuestra santificación. Los sacramentos reciben su significación y eficacia de este amor. La caridad pastoral, que tiene su origen en la identificación con Cristo Buen Pastor, viene ejercitada por el presbítero precisamente “en el ejercicio de su ministerio”, en las funciones que constituyen su servicio pastoral.
Dos rasgos preeminentes de la caridad pastoral hunden sus raíces en la más honda tradición bíblica: la ternura y la fidelidad.
Ternura y fidelidad son los dos grandes rasgos bíblicos: la ternura brinda entrañas y la fidelidad confiere solidez y estabilidad a la ternura. Sin la ternura, la relación es fría; sin la fidelidad, no resiste a los vaivenes.
La identidad propia se explicita en un estilo de vida: en una espiritualidad. Los múltiples rasgos que definen la identidad del presbítero, para que no sean una imagen difusa, como piezas no integradas, necesitan una armonía, una unidad interna y configuradora, que delimite un rostro espiritual con perfil propio: el “rostro identificado del presbítero”. De este modo, se resalta la “unidad y armonía de la vida espiritual” recabada por el Vaticano II. El eje articulador de esta armonía es la caridad pastoral.
La reflexión sobre la “caridad pastoral” debe iluminarse desde la perspectiva general de la primacía de la caridad. La caridad es el dinamismo prioritario y determinante de toda la vida sobrenatural y ejerce su influjo eficaz sobre todas las demás virtudes, razón por la cual los teólogos la han llamado forma virtutum. Así lo constatamos en el retrato bíblico del Buen Pastor y en la aproximación teológica que hace Presbyterorum Ordinis. La caridad pastoral promueve unas virtudes propias del pastor y proporciona orientación a las demás virtudes.
Presbyterorum Ordinis (n. 13) señala, desde una visión muy realista, cuatro rasgos de la caridad pastoral:
Fortalecer la fe del pastor y acompañar la fe del rebaño
Se ofrecen hoy unos sucedáneos peligrosos: a la fe se la sustituye con las ideologías o con un vago fideísmo sentimental de adhesión a Dios; a la esperanza, con las utopías desprovistas de alma; a la caridad, con una filantropía al estilo de una ONG cualquiera.
Hacen pensar las palabras de un escritor anarquista vaticinando el futuro de la sociedad. Anunciaba proféticamente una sociedad en la que “se suprimirá la fe en nombre de la luz; luego se suprimirá la luz. Se suprimirá el alma en nombre de la razón; luego se suprimirá la razón. Se suprimirá la caridad en nombre de la justicia; después se suprimirá la justicia. Se suprimirá el espíritu de verdad en nombre del espíritu crítico; después se suprimirá el espíritu crítico”. Esto es, en nombre de un falso humanismo, querrá desprender al hombre de todo valor religioso.
El Papa alerta a los jóvenes en su mensaje con motivo de la próxima Jornada Mundial de la Juventud: “Hay una fuerte corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la sociedad, planteando e intentando crear un ‘paraíso’ sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un ‘infierno’, donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza. En cambio, cuando las personas y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran en verdad y escuchan su voz, se construye concretamente la civilización del amor, donde cada uno es respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos que esto conlleva”.
Se sufre hoy un cierto desencanto espiritual, una especie de atrofia que se apodera sutilmente del organismo espiritual y vacía de sentido e interioridad los contenidos de la fe. Queda en pie solamente su esqueleto conceptual, sin sabor de misterio ni calor de vida. Conviene recordar la advertencia del Papa antes citada: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por abrazar una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida”.
¿Qué es creer?
Creer no es “tener fe”. Nosotros no tenemos fe. Es más real decir: al creyente la fe le tiene, le agarra, le ayuda. No la tengo yo, me tiene a mí, como el amor posee a una persona tocada por él. Por eso, el creyente es tenido por la fe y, en la medida que somos tenidos por la fe, no somos dueños y señores de nosotros mismos; otro es nuestro dueño y señor por la fe: Jesucristo.
Cuando uno se acerca a la Biblia y rastrea a esos grandes testigos de la fe como Abrahán o los profetas, encuentra que la fe transforma y desinstala la existencia de estas personas. Al escuchar a Dios y al responderle con la fe, han visto su plan de vida trastocado. Es lo que le sucede a Abrahán (cf. Gn 12, 1-4) cuando es requerido para salir de su tierra y, más adelante, reclamado a que sacrifique al hijo de la Promesa; lo mismo sucede en la vida de los profetas (cf. Jr 20, 7-9). Lo mismo pasa en la vida de Jesús y en su muerte.
Por eso mismo, porque la fe nos expropia, la fe requiere una capacidad de entrega confiada: una capacidad de confiar mi vida, mis proyectos, mis cualidades en el seno de una comunidad eclesial, a Alguien que, además, no da garantías tangibles, que no da una especie de seguro; a Otro que se nos hace impalpable, a quien solo entrevemos a través de la Palabra y en los gestos de los sacramentos, que expresan la caridad más genuina.
Esta entrega confiada a Cristo Jesús provoca en nosotros un cambio en la escala de valores y, consiguientemente, en el estilo de vida: dinero, nombre, salud, amistad, clase, pueblo, no son exactamente lo mismo antes y después de creer. Cuando somos tenidos por la fe, nos colocamos en un camino incómodo como todo camino nómada, pero al mismo tiempo fecundo.
La misma fe cristiana se cualifica entre situaciones vitales diferentes. No es lo mismo la fe del niño que la fe del adulto, la fe de la sencilla mujer que la fe del intelectual creyente que hace teología. ¿Cuáles son estos elementos moduladores que dan a la fe del presbítero una peculiaridad propia?:
Pliego íntegro, en el nº 2.747 de Vida Nueva.