CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“Juan Pablo II beato. Era un secreto que todos conocíamos. El insondable misterio del amor de Dios se había metido, por la gracia del Espíritu, en el corazón de este cristiano bueno y fuerte. La bondad le había llegado como favor de Dios por la fidelidad a la gracia que, como cristiano, sacerdote, obispo y Papa había recibido”
El de las alas, los pulmones y las columnas. Es que Juan Pablo II quería recordar al hombre que tuviera en cuenta las posibilidades con las que contaba para buscar el conocimiento de las cosas y de los hombres, pero no quedarse en ello, sino trascender y volar, pues fe y razón (Fides et ratio) eran dos alas que Dios había puesto en la persona para que pudiera disponer de unas cualidades extraordinarias para llegar más allá de lo que ofrece la inmediatez de los sentidos.
Y para respirar, con hondura y aire limpio, aceptar la sabiduría de Oriente y de Occidente (Slavorum apostoli). Son los dos pulmones de la Iglesia. Imprescindibles y unidos, marcando una tradición de mutuo enriquecimiento y magisterio. Los padres y escritores, de uno y de otro espacio, son la fuente de donde dimana ese aire imprescindible para cobijarse y atender, bajo una atmósfera segura de fidelidad, a las inspiraciones que el Espíritu de Dios ofrece a la Iglesia.
Las columnas, más que solidez y apoyo, son modelo y ejemplo, tan queridos como deseados a la hora de sentirse identificado con ellos. Son Cristo y María. El Redentor de los hombres y la Madre de Dios (Redemptor hominis, Redemptoris Mater). Como manantial y cumbre, la Eucaristía (Ecclesia de Eucharistia).
Junto a todo ello, la fidelidad y el diálogo, la cultura y la vida, la doctrina social y el trabajo, el milenio que llega y el milenio que comienza. Los tiempos, los días y los trabajos, la fe, la Iglesia y la sociedad eran objeto del magisterio permanente de Juan Pablo II.
Nada de lo humano le resultaba indiferente. Si de las manos de Dios habían salido todas las cosas, pero fueron heridas por el pecado, a él debían retornar purificadas y santas. Este fue su trabajo y la fuente de su santidad. Hizo del ministerio petrino el mejor y más válido de los caminos para identificarse en todo con Jesucristo, el Redentor de los hombres.
Juan Pablo II beato. Era un secreto que todos conocíamos. El insondable misterio del amor de Dios se había metido, por la gracia del Espíritu, en el corazón de este cristiano bueno y fuerte. La bondad le había llegado como favor de Dios por la fidelidad a la gracia que, como cristiano, sacerdote, obispo y Papa había recibido. La fortaleza le llegaría, sorprendente paradoja, por el camino de la debilidad, de la persecución, del sufrimiento, de la enfermedad. Lo divino de la gracia vencía a lo perecedero de la naturaleza humana. Al final –no podía ser de otra manera–, el que siguiera en este mundo el camino de la cruz de Cristo, tendría también el premio de la resurrección.
Beato Juan Pablo II: una vida santa de un auténtico testigo de Cristo, maestro del Evangelio y servidor de la Iglesia.
Decía Benedicto XVI que, en la hora de la muerte, Juan Pablo II coronó su largo y fecundo pontificado confirmando en la fe al pueblo cristiano, reuniéndolo en torno a sí y haciendo que se sintiera cada vez más unida toda la familia humana (A los cardenales en la Capilla Sixtina, 20-4-2005).
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