ALFREDO VERDOY SJ, director de Razón y Fe | El 22 de abril se cumplieron veinticinco años de la publicación de la instrucción pastoral Los católicos en la vida pública. En este cuarto de siglo, España ha visto consolidada su democracia, ha vivido uno de sus períodos más largos de prosperidad económica y ha podido disfrutar como nunca de una política social universal e integradora. Otra cosa es cómo estemos ahora y cómo hayamos llegado a la crisis que tan agresivamente nos atenaza.
Entre tanto, la Iglesia española ha hecho suyo el sistema democrático, se ha beneficiado del crecimiento económico, ha contribuido como ninguna institución a que las políticas sociales penetrasen aún más dentro del vasto tejido social español y, finalmente, ha sufrido las consecuencias sociales y culturales de la cada vez más creciente secularización.
¿Qué queda de aquella instrucción pastoral? Su contenido, estilo y valoraciones sociales y políticas siguen en pie y teniendo actualidad. Muchas de sus aportaciones doctrinales deberían recuperarse y otras, de carácter más práctico, impulsarse de nuevo.
Es un acierto –algo muy necesario en la sesgada y muy politizada actividad política y social de los católicos españoles de entonces y de hoy– definir el compromiso cristiano más desde una óptica pública que política. Lo público, entendido como el “marco social en el que se desenvuelve nuestro existir, fruto a la vez de las actuaciones individuales o colectivas y condicionante de nuestras vidas” (7), enriquece la actividad política, la desideologiza, la universaliza y, al mismo tiempo, la hace más concreta, la acerca al hacer y sentir de todos los que, impulsados por el amor a Dios y a sus hermanos, se esfuerzan por construir, desde la caridad, en este caso la caridad política (60-63), una sociedad impulsada por el bien común, una sociedad que se preocupa por beneficiar a todos.
Los católicos en la vida pública fue y sigue siendo una aportación constructiva y, al mismo tiempo, crítica; aperturista y realista; motivadora, en suma, y digna de ser leída veinticinco años más tarde. Los redactores hicieron suyas las grandes aportaciones que, sobre la política, el orden temporal y la participación pública hiciera el Concilio. Si todos los documentos posconciliares están embebidos en los principios y aspiraciones de la Gaudium et Spes, en este se nos ofrece una fundamentación más que actualizada de la actuación de los cristianos en la vida pública. Dichos fundamentos no son otros que la asunción, por parte del cristiano, mejor dicho, del ciudadano cristiano, del proyecto creativo de Dios Padre.
Este proyecto, inspirado en el hacer y decir de Cristo, no consiste en otra cosa que en llevar a feliz término, siguiendo los criterios evangélicos, poniendo a la persona y la vida humana en el centro y eje de todas nuestras decisiones, colaborando y enriqueciendo el bien común, el advenimiento de los nuevos cielos y de la nueva tierra. En suma, desde entonces, la vida pública de los católicos españoles, además de preocuparse por lo más inmediato, aspira escatológicamente a la transformación del orden temporal, basándose para ello en los principios y deseos de la Iglesia, encarnados y enriquecidos en la práctica de la caridad, entendida esta como caridad política. Aunque solo fuera por esto, por la construcción sobre bases seguras de la vida pública en una sociedad como la que se conformaba en la España de 1986, creemos, vale la pena volver a considerarla.
Perversión de la política
Solo desde las consideraciones anteriores, es decir, desde una verdadera y bien enraizada fundamentación de la vida pública y de la importancia de la caridad política como motor de la acción cristiana en la sociedad, pueden entenderse las críticas contenidas en esta instrucción pastoral. Los obispos españoles, conscientes de la perversidad a la que puede llegar la práctica de la política, avisan sobre los peligros que comporta la vida democrática.
Algunas advertencias, por desgracia, se han hecho realidad: el ejercicio de la vida pública en España, tal vez por su endeble e interesada fundamentación, no supone para muchos políticos “un ejercicio abnegado e intenso de la caridad política” (124), sino más bien un uso partidista de los bienes y recursos del Estado; la falta de estímulos y el poco reconocimiento a la participación asociativa en la vida pública ha hecho que nuestra sociedad civil esté, en parte, dominada por quienes se han “apoderado de los resortes de la Administración y de los centros de poder más importantes”, para derivar de maneras muy sutiles en comportamientos de corte totalitario.
La intrínseca desvinculación de Dios y de todo principio religioso de nuestros políticos ha logrado preterir el respeto debido a la persona humana, y lo que es peor, considerar al individuo y a sus aspiraciones más inmediatas, en norma suprema del comportamiento de toda acción pública. Los votos, se nos dice, son lo único que cuenta.
Las críticas de la Iglesia, en un ejercicio de fe democrática y también en una auténtica confesión de fe religiosa, trascienden a los políticos; sus críticas, siempre a modo de admonición, se dirigen hacia sí misma. La Iglesia española cree en la democracia como sistema, no en la democracia de los políticos; la Iglesia apuesta por la participación en lealtad de todos sus hijos; por eso le molesta –y no teme para nada el decirlo– el que cristianos no del todo bien intencionados se aprovechen de las legítimas aspiraciones de sus correligionarios, así como de la ignorancia de los menos capacitados, para sacar adelante proyectos tan partidistas como los de los políticos.
La Iglesia, sabedora de dónde viene y consciente de hacia dónde puede ser arrastrada, critica y se critica cuando percibe deseos no del todo bien discernidos que apuestan por la gestación de un partido político de clara inspiración cristiana. A la Iglesia le basta y le sobra con seguir confiando en Dios y en los hombres; nada más ajeno a su vocación que enfrentarse a la sociedad civil y elaborar nuevos supuestos teocráticos.
La apertura, nos referíamos, nace, precisamente, de lo que llamábamos ejercicio de fe democrática. Los obispos españoles, menos ingenuamente de lo que pueda pensarse, hace un cuarto de siglo ennoblecieron el concepto y la práctica de la vida pública de los cristianos y no cristianos al considerar esta “fruto de las actuaciones individuales o colectivas y condicionantes de nuestra vida” (7); de toda nuestra vida, añadimos nosotros.
La apuesta por esta manera tan concreta de entender y llevar a término la vida pública hace que la Iglesia no solo valore la vida cristiana, sino que, a la vez, defienda la independencia de juicio y razón de sus hijos para que estos no se vean esclavizados ideológicamente y no acaben confundiendo la democracia como la indiferencia y el partidismo, apueste por la participación por medio de asociaciones en la vida pública, anime a la creación de asociaciones de inspiración cristiana y, finalmente, subraye contra viento y marea la originalidad de la presencia cristiana en la vida pública desde la óptica de la construcción del Reino, el respeto a la persona humana y la culminación de la misma misión de la Iglesia (92).
Realismo y apertura
El realismo de nuestros obispos nunca estuvo reñido con la apertura, y este documento, si por algo se caracteriza, es por su realismo. El realismo al que nos estamos refiriendo no es un realismo trasnochado y gritón, hijo de una Iglesia carente de fe democrática e inclinada a prácticas neoteocráticas. El realismo de Los católicos en la vida pública, además de ser concreto, anticipa muchos problemas que por entonces no estaban resueltos y que, en la actualidad, siguen sin resolverse. Se sintetizan estos en los no siempre positivos efectos de las políticas secularizadoras y en las crecientes pretensiones del laicismo.
Un laicismo que no respeta la creación y fomento de asociaciones de inspiración cristiana ni tampoco el problema de la confesionalidad de las asociaciones seculares; un laicismo que constriñe la libertad y el buen hacer de las asociaciones e instituciones eclesiales en el campo de las realidades temporales, y que trata de aniquilar la actividad asociada de los católicos en el campo educativo y cultural, en el familiar y profesional; no admitiendo, finalmente, de buen grado ningún modo de acción política concreta que no sea el suyo.
Esta larga y densa instrucción pastoral suscita en sus lectores no solo una cierta alegría intelectual por percibir que los fundamentos de la vida pública según la Iglesia permanecen tan vivos como cuando fueron elaborados, sino el ánimo suficiente para seguir luchando con la conciencia siempre renovada de quien se sabe colaborador de la obra creadora de Dios.
Si, desde hace veinticinco años, la vida pública de millones de españoles ha estado magníficamente orientada, hoy, a la luz de este inspirado y bien construido texto, se nos siguen ofreciendo las claves necesarias para no caer en ninguno de los excesos a los que tan dados en la vida pública somos los católicos españoles: o el pesimismo apocalíptico o el idealismo ingenuo.
Si vamos tras el primero, el fundamentalismo religioso y político será nuestro horizonte; si nos instalamos en el segundo, cosa cada vez más fácil, dejaremos de existir no solo como católicos llamados a la vida pública, sino como personas humanas y responsables de nuestro mundo y de nuestras propias vidas.
En el nº 2.751 de Vida Nueva