JUAN RUBIO, director de Vida Nueva | Existe relación entre los abusos sexuales a menores y el ejercicio del poder. Lo dicen bien claro los estudios sobre la pedofilia. También en la Iglesia. No es algo baladí. Se advierte cuando se van conociendo los casos. El abuso de poder, aliado a un grado de enfermedad cercano al trastorno bipolar, está en la base no solo de los delitos, sino de cómo se han manejado por parte de quienes ostentaban la responsabilidad y debieran haber actuado con prontitud.
El del poder y su ejercicio es un viejo debate eclesial que arrastra pasiones y levanta sarpullidos. Ya sea el poder en grupos, grandes o pequeños; de una sola persona o de un colectivo; de una institución o de una idea. La catástrofe está asegurada. Y se sustenta en el miedo que atrofia, paraliza y despersonaliza. ¡Es el miedo a denunciar y perder influencia! ¡El miedo a la pérdida de imagen! ¡El miedo a perder el poder mismo!
Espeluznante abuso de poder es el que aparece en las páginas de Nadan dos chicos (Pre-Textos, 2005), del irlandés Jamie O’Neill, tétrica radiografía de la Irlanda de comienzos del siglo XX, en la que no faltan los abusos sexuales amparados en la autoridad moral. Cuando el poder se alía con la enfermedad, produce una auténtica devastación. Y estos ramalazos de poder se advierten también en la Iglesia. No vale decir que también en otras instituciones, y en mayor número. Hay que descartarlos en cualquier estamento; y en las instituciones religiosas y académicas, con más apremio.
El médico y político británico David Owen ha metido el bisturí en esta devastadora alianza en su obra En el poder y en la enfermedad (Siruela, 2010). Acude al término griego hybris, estado de ánimo que también recorre las páginas del Coriolano de Shakespeare y de la filósofa Hanna Arendt. Se define como “desmesura, soberbia absoluta, pérdida del sentido de la realidad”. Unida a ella está el “pensamiento de grupo”, según el cual, “un pequeño grupo se cierra sobre sí mismo, jalea con fervor las opiniones propias, demoniza cualquier opinión ajena y desdeña todo dato objetivo que contradiga sus prejuicios”. Y siempre, como efectos colaterales, asoman casos de abusos de diversa índole. También abusos a menores.
Conviene tener en cuenta este ‘síndrome de hybris’ para no caer en sus garras y dejarse atrapar. Es fácil reconocerlo: inclinación narcisista que ve el mundo como un escenario para ejercer el poder y la gloria; entrega desmesurada a la buena imagen, única cosa que les hace actuar; lenguaje mesiánico y mayestático, identificando a la persona con la institución; excesiva confianza en el juicio propio y desprecio del ajeno; se sienten responsables solo ante Dios y ante la historia, en donde creen que serán justificados; actúan de forma inquieta e irreflexiva, perdiendo todo contacto con la realidad, razón por la cual en las cosas prácticas son incompetentes.
El antídoto contra este síndrome en la Iglesia lo he encontrado en unas palabras de la religiosa y psicóloga Lola Arrieta: “Si la Iglesia recuerda que su autoridad no es suya, y ratifica así todos los signos de amor en el mundo, podrá atravesar este momento de miedo y perplejidad. La autoridad de una verdadera Iglesia de comunión está basada en el discipulado, en su capacidad misionera, en su capacidad de sanar y acompañar, curar y ofrecer la Palabra de gracia que es Jesús; no en otra cosa”.
director.vidanueva@ppc-editorial.com
- A ras de suelo: Lorca y la solidaridad, por Juan Rubio
En el nº 2.754 de Vida Nueva.
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