Una reflexión a propósito de la “ley de muerte digna”
JOSÉ RAMÓN AMOR PAN, doctor en Teología Moral y especialista en Bioética | El 13 de mayo, el mismo día en que el Consejo de Ministros informaba favorablemente del anteproyecto de Ley Reguladora de los Derechos de la Persona ante el Proceso Final de la Vida, se presentaba en Palma de Mallorca, en las IX Jornadas de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, la traducción del libro de Cicely Saunders que da título a este artículo (Saunders está en el origen del moderno movimiento hospice). Cuando a finales de los 80 cuajaban en España las primeras experiencias inspiradas en el modelo del St. Christopher’s Hospice de Londres, nadie imaginaba el desarrollo y la fecundidad que alcanzaría: hoy son más de 400 servicios de cuidados paliativos los que existen en España.
“Trabajar en cuidados paliativos requiere una perspectiva que valore integralmente a la persona, y que considere la enfermedad terminal como un proceso biológico y a la vez biográfico, y la muerte no como un fracaso, sino como un misterio. Solo desde ahí se puede aspirar a comprender y dar respuesta a la complejidad del camino por el que pasan los enfermos. Al acompañar a los pacientes, el profesional se aproxima a un espacio donde el conocimiento adquirido y el modelo biomédico aprendido son útiles, pero se hacen más necesarios los recursos y experiencias que ayuden a atender y acompañar el sufrimiento”, dice ese libro.
Hace casi nueve años, la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, consagraba la autonomía del paciente, que había instaurado inicialmente la Ley General de Sanidad de 1986. El reconocimiento del derecho del enfermo a estar informado y a tomar decisiones sobre los tratamientos a aplicarle ha supuesto una de las transformaciones más profundas de la Medicina.
Tradicionalmente, dice Diego Gracia, el médico se ha visto a sí mismo como un pequeño patriarca que ejercía su dominio sobre sus pacientes y exigía de estos obediencia y sumisión. A pesar del tiempo transcurrido, el grado de respeto de este principio básico de la relación médico-paciente es susceptible de amplia mejora, de manera especial en el final de la vida, en donde la “conspiración del silencio” está más extendida de lo deseable.
En ese sentido, hay que subrayar que este anteproyecto de ley no establece nuevos derechos (salvo los relativos a la atención domiciliaria y al acompañamiento, a los que luego aludiré), sino que insiste en los ya establecidos en el ordenamiento vigente y en la obligación de su cumplimiento por parte del personal sanitario. Pues tanto el derecho a la información como el derecho a la toma de decisiones están ya presentes en la Ley 41/2002 (conforman, de hecho, su núcleo), a la que el anteproyecto remite continuamente (como no podía ser de otra manera).
Instrucciones previas
Lo mismo cabe decir del derecho a otorgar instrucciones previas, que aparece también en la Ley 41/2002. Así, su art. 11 afirma: “Por el documento de instrucciones previas, una persona mayor de edad, capaz y libre, manifiesta anticipadamente su voluntad, con objeto de que esta se cumpla en el momento en que llegue a situaciones en cuyas circunstancias no sea capaz de expresarlos personalmente, sobre los cuidados y el tratamiento de su salud o, una vez llegado el fallecimiento, sobre el destino de su cuerpo o de los órganos del mismo. El otorgante del documento puede designar, además, un representante para que, llegado el caso, sirva como interlocutor suyo con el médico o el equipo sanitario para procurar el cumplimiento de las instrucciones previas”.
Todas las comunidades autónomas han legislado sobre esta materia, y el Real Decreto 124/2007 reguló el Registro Nacional de Instrucciones Previas y el correspondiente fichero automatizado de datos personales para impulsar la coordinación interterritorial de su aplicación.
¿Suponen, más allá de ese recordatorio, algún avance las 14 páginas que conforman este anteproyecto de ley, a las que Vida Nueva ha tenido acceso en su totalidad?
Estamos ante una norma con un fuerte espíritu garantista, tanto para el enfermo como para el profesional que lo atiende: “Se trata de que, con suficiente certeza jurídica, y precisión de las obligaciones que su respeto comporta, todos los ciudadanos puedan sentirse protegidos por ese conjunto de derechos ante un trance personal que puede resultar tan difícil. Y, correlativamente, de que los profesionales sanitarios se sientan, a su vez, amparados por un marco normativo que proyecte seguridad jurídica sobre las prácticas y el tratamiento asistencial que les dispensen”. Nada que objetar a ese objetivo.
Como el texto indica, la titularidad efectiva de un conjunto singularizado de derechos ante el proceso del final de la vida “significa que las personas, al afrontar dicho proceso, no lo van a hacer al albur de la posición asumida al respecto por una determinada Administración sanitaria o de la sensibilidad de unos concretos profesionales –por más que en nuestro país, esta sensibilidad esté muy acreditada–, sino en verdad pertrechados de esos derechos, de contenido cierto y cumplimiento exigible a todos”.
Pero es tal el derroche garantista del anteproyecto que el escenario asistencial puede verse enormemente complicado, en particular en lo relativo a la limitación del esfuerzo terapéutico (que es en lo esencial, no lo olvidemos, una indicación clínica), pues el art. 17.2 dispone: “La adecuación del esfuerzo terapéutico requerirá del juicio coincidente de, al menos, otro médico que participe en la atención sanitaria, y se adoptará tras informar al paciente o a su representante, tomando en consideración su voluntad, y oído el criterio profesional del personal de enfermería responsable de los cuidados”.
La pregunta surge espontánea: ¿qué hacer si la familia quiere seguir aplicando todo el arsenal terapéutico disponible, a pesar de no estar indicado e incurrir en obstinación terapéutica, incluso en encarnizamiento terapéutico? Un supuesto nada infrecuente en los hospitales.
A mi entender, la norma le sustrae al médico una de sus principales responsabilidades y lo deja atado de pies y manos para tomar la decisión clínica más correcta.
Adecuada pedagogía
En segundo lugar, es un texto que hace una adecuada pedagogía de la atención al paciente terminal “sin alterar, en cambio, la tipificación penal vigente de la eutanasia o suicidio asistido, concebido como la acción de causar o cooperar activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, aspecto ajeno a los regulados en la presente ley”.
Esta separación del tema de la dignidad en el morir del debate en torno a la eutanasia me parece sumamente pertinente, empecinados como están algunos en identificar una y otra cosa (urge mejorar, eso sí, la definición que se ofrece de la eutanasia y el suicidio asistido).
Es positivo que no se hable de “muerte digna” y, más aún, de “muerte indigna” (lo que sí ocurre en el texto andaluz), pues se ha tornado una expresión ambigua que no suscita el consenso necesario. Se trata, en todo caso, de proteger la dignidad humana también en esta fase y circunstancia del ciclo vital.
Como positivo resulta también que se hable de “proceso final de la vida”, pues la muerte, en los casos que nos ocupan, no ocurre en un instante, sino que será el resultado de un proceso gradual de desintegración para el que hay que estar preparado y que debemos saber acompañar. En este sentido, el reconocimiento claro y directo del “derecho a recibir cuidados paliativos integrales de calidad” es un avance reseñable; como lo es el reconocimiento del derecho a recibirlos en el domicilio familiar (la gran asignatura pendiente), al acompañamiento (incluido el auxilio espiritual, que toma así carta de naturaleza) y a la intimidad personal y familiar (“los centros e instituciones sanitarias facilitarán a las personas que deban ser atendidas en régimen de hospitalización una habitación de uso individual durante su estancia”).
La mención a la participación del voluntariado en el acompañamiento de estos pacientes y de sus familias es importante, al igual que la periodificación que hace la disposición transitoria única, al explicitar un plazo máximo de cinco años desde la entrada en vigor de la ley para la implementación del uso de la habitación individual. Finalmente, huye de incluir un capítulo de sanciones, una de las cosas más criticadas de la ley andaluza.
Cabe preguntarse si es realmente necesaria esta ley. Tras los pasos dados por Andalucía (ley 2/2010, de 8 de abril), Aragón (ley 10/2011, de 24 de marzo) y Navarra (ley 8/2011, de 24 de marzo), parece que sí. Si responde a una agenda oculta para preparar el camino a una hipotética despenalización de la eutanasia, eso es harina de otro costal.
Más allá de normas legales, el imperativo ético consiste en no volver la cara a las personas que se acercan a la muerte y, tal y como Cicely Saunders dejó escrito, velar con ellas.
En el nº 2.754 de Vida Nueva.
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