CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“El hombre de ciencia no destruye la vida, sino que contribuye a la mejor calidad de la misma en todos sus aspectos. Que no se trata simplemente de una manipulación de células, sino del cuidado de una vida que ha comenzado a existir”.
Con lo de la Ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de morir y de la muerte, ha vuelto la reflexión acerca de los problemas morales que se presentan ante la aplicación de la normativa propuesta y, sobre todo, el “compromiso de atención a los enfermos y a sus familias, especialmente en las situaciones de soledad, grave dependencia, ancianidad avanzada y proximidad de la muerte”, como dice el episcopado aragonés en una carta pastoral.
El doctor Mabuse, personaje de ficción, se hizo célebre por toda una serie de experimentaciones encaminadas a perpetrar crímenes horrendos y la destrucción de las víctimas. Todo aquello ha quedado en páginas de literatura y películas de terror e intriga.
Queda, por descontado, y con el más sonoro y entusiasta de los aplausos, el aprecio al hombre de ciencia, al investigador científico, al profesor competente. Otra cosa es el aficionado, el aprendiz de brujo, como en la famosa obra literaria, que después llegaría a la música y al cine.
Casi siempre, el dilema en cuestión suele presentarse entre las posibilidades y la necesidad de la realización. Es una cuestión de ética: no todo lo que se puede hacer, debe necesariamente realizarse. Aún más, en la línea de investigación, tampoco pueden quedar justificadas, por el resultado final, las acciones moralmente rechazables encaminadas a conseguir unos objetivos, que pueden ser en sí mismos buenos, pero alcanzados de una manera inmoral. Hemos sabido recientemente de un gran escándalo, al descubrirse que en algún país de Latinoamérica se estaban realizando experimentos utilizando a personas como material de ensayo. El objetivo puede ser justo. El camino, absolutamente rechazable.
Pensemos ahora en la manipulación de embriones y fetos con fines diversos. Ninguno de ellos puede justificar la muerte de una vida humana, aunque sea en una primera fase de su existencia.
Bebés a la carta, elección de sexo, clonación, aborto… Todo ello lleva consigo una aberrante posición acientífica. El hombre de ciencia no destruye la vida, sino que contribuye a la mejor calidad de la misma en todos sus aspectos. Que no se trata simplemente de una manipulación de células, sino del cuidado de una vida que ha comenzado a existir.
Vienen, después, toda esa serie de experimentalismos sobre la corrección y el cambio de sexo, los xenotransplantes, con utilización de órganos de animales, la fecundación in vitro… Y, al final, la programación de los años de vida y el momento de la muerte, la eutanasia patente y el asesinato encubierto.
Una vez más, hay que clamar no solo por los necesarios comités de ética, sino por la declaración del hombre y de la mujer como la especie más protegida y estimada, desde el primer momento de su existencia hasta el final natural de la vida.
Decía Benedicto XVI que “el fruto positivo de la ciencia del siglo XXI seguramente dependerá, en gran medida, de la capacidad del científico de buscar la verdad y de aplicar los descubrimientos de un modo que se busque al mismo tiempo lo que es justo y bueno” (A la Academia Pontificia de las Ciencias, 28-10-2010).
En el nº 2.756 de Vida Nueva