Rovira Belloso glosa al profesor español, que hoy ha recibido el Premio Ratzinger
JOSEP M. ROVIRA BELLOSO, Facultad de Teología de Cataluña | A este artículo le pondría dos escenarios salmantinos: el primero, a la luz de la luna, en la Plaza Mayor de Salamanca departiendo con Olegario y algún otro significado eclesiástico sobre la transición política, en la que todos reconocíamos valores positivos y sobre la figura de D. Vicente Enrique y Tarancón, acreedora de matices diversos. Otro escenario, a plena luz del mediodía: un jardín de restaurante en el que coincidimos Juan Luis Ruiz de la Peña, el teólogo inolvidable, Olegario y yo, en ilusionada charla teológica.
Poco después, una crítica empañaba el recuerdo de este segundo encuentro amistoso: me decían que Ruiz de la Peña no era un teólogo de primera, puesto que dedicaba mucho tiempo a la música, ya que solía sentarse al órgano. Pero teología y música siempre han sido buenas amigas, puesto que la música es otra manera de adentrarse en Dios y quizás de experimentar su amor, más allá de lo que dice el pentagrama.
Ahora, me dicen que se ha producido también un poco de ruido alrededor de Olegario y de la concesión del Premio Ratzinger. Mi reacción primaria ha sido la alegría, porque un colega ha recibido ese premio.
La razón de mi satisfacción es, sobre todo, porque Olegario representa a aquellos teólogos y a aquella teología que aceptaba con inteligencia y gozo el Concilio, en una España muy recelosa ante el Vaticano II.
Olegario no lo entendió como una ruptura de la tradición, como lo entendieron los dos extremos opuestos: tanto los entusiastas rupturistas, que veían el Concilio como una puerta abierta al subjetivismo y a las creencias “a la carta”; como los tradicionalistas a ultranza que, en el extremo de Lefvebre y afines, lo veían como una traición a la tradición. En España eran muchos los “afines” para quienes el Concilio Vaticano II era –y es– terreno resbaladizo.
El mismo Olegario, hace poco, me dijo sentirse representante de quienes no dudaron en recibir como un don del Espíritu el Concilio. Por eso, siempre le he considerado compañero de la transición teológica y de la transición civil. La recepción inteligente de las constituciones Lumen Gentium, Dei Verbum, Gaudium et Spes, Sacrosanctum Concilium, y de la Declaración de Libertad Religiosa, propiciaban el lugar “pastoral” de la Iglesia en nuestra sociedad.
Sobre el valor teológico de los innumerables escritos de Olegario, desde el Elogio de la Encina, pasando por mis muy queridos Fundamentos de Cristología, hasta llegar a uno de los últimos, Al ritmo del diario vivir, no me cabe duda de que su apuesta ha sido la de integrar la reflexión teológica en la mejor cultura de la sociedad. Esto supone una teología bien hecha y bien narrada.
El último libro que he citado da cuenta además de que Olegario ha sido colaborador de El País y de ABC, lo cual supone una inserción social no corriente y la apuesta implícita por un diálogo abierto a las razones, no a la crispación. Olegario ha jugado la carta de la presencia de la teología en la cultura y ha incorporado a su quehacer la causa de la paz.
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