Análisis del rector mayor de los Salesianos y presidente de la USG
P. PASCUAL CHÁVEZ VILLANUEVA, SDB, rector mayor | He dejado Madrid hace un par de días después de haber vivido una de las experiencias más entusiasmantes en mi vida de educador y pastor en medio de los jóvenes participantes en la Jornada Mundial de la Juventud. Era mi tercera experiencia, así es que había ido a España con el recuerdo de las anteriores y convencido del valor de este tipo de eventos. Si hay una expresión que puede sintetizar lo vivido estos días del 16 al 21 de agosto del 2011 es la que ha sido usada desde el principio para definir lo que estaba sucediendo: un festival de la fe.
Me ha gustado descubrir que, finalmente, la prensa –nacional e internacional– leyó honestamente el evento, superando la tentación de ofrecer lecturas hechas desde lugares comunes o, peor aún, nutridas de prejuicios.
Había que estar en medio de esos jóvenes, y no desde la distancia –sin que esto significara desempeño en descifrar los comportamientos, gestos, actitudes, cantos, celebraciones– para valorar justamente esta Jornada Mundial de la Juventud.
Y me refiero concretamente a esta porque –como ya la anterior de Sidney, Australia– había sido precedida de circunstancias y juicios negativos, casi augurando o preludiendo un fracaso; a ‘esta’ porque –como ninguna de las precedentes, incluidas las de París o Roma– había contado con una cantidad y calidad tan sobresalientes de los participantes.
Venidos de todos los continentes, prácticamente de todos los ángulos de la tierra, de razas, lenguas, culturas y contextos tan variados, el perfil que los unía era el de ser una nueva generación, constituida por jóvenes normales, alegres, pacíficos, generosos, soñadores, entusiastas, portadores de esperanza y futuro, preparados, convencidos de estar llamados a ser no meros consumidores de productos, sensaciones o experiencias ni simples espectadores de este escenario del mundo, sino protagonistas en el actual proceso de transformación de la humanidad, seguidores de Jesús y orgullosos de proclamar su fe y su pertenencia a la Iglesia.
Que el elemento determinante de estos jóvenes sea la fe, no hay duda. Ciertamente puede haber –y de hecho las hay– otras motivaciones para emprender largos y fatigosos viajes, para soportar la inclemencia del tiempo (calor, viento, lluvia), las incomodidades de alojamiento o las costumbres alimenticias diversas, y para confrontar otras sensibilidades culturales o sociales y otras opciones personales, pero la energía que permite afrontar con señorío todos estos desafíos es el amor de Jesús y el amor a Jesús y a los demás. Por todo ello, es justo calificar esta JMJ como un festival de la fe.
El contexto en que se ha realizado la JMJ de Madrid no es irrelevante, pues está caracterizado por la globalización que estamos viviendo, marcado por la preocupante crisis económica y financiera que está golpeando duramente a todos los países, teniendo siempre delante el fantasma de una nueva recesión, que parece estar al acecho. En una palabra, el contexto actual es el de un proceso profundo de transformación social y cultural.
La así llamada primavera árabe, ese movimiento que en sus inicios se caracterizó por su autonomía de toda afiliación política o religiosa, que comenzó en Túnez y que se extendió a todo el norte de África, a los países del Golfo y el Medio Oriente exigiendo respeto por la dignidad y libertad de la persona, oportunidades de educación y trabajo, derechos humanos y capacidad de autodeterminación política, ha sido seguida por otros signos de malestar social, como el caso de los “indignados”.
Pues bien, sin indicar explícitamente este escenario mundial y regional, “las alegrías y las esperanzas, las angustias y las tristezas” que vive la humanidad estuvieron presentes y se convirtieron en oportunidad para el crecimiento y el compromiso, con la invitación a no tener miedo al futuro y llenar de esperanza este mundo.
Programas de vida
Así entendí el mensaje del Santo Padre, que en Madrid ha vivido una de las experiencias de su vida más significativas. Mucho se ha hablado de la diferencia entre las personalidades de Juan Pablo II, iniciador y pionero de las JMJ, y Benedicto XVI, por lo que no me parece que valga la pena añadir nada al respecto. Sí, en cambio, respecto a la forma de interpretar su rol de sucesores de san Pedro, llamados a confirmar la fe de sus hermanos, en este caso, de los jóvenes.
Mientras el primero, precisamente por la incomparable capacidad de comunicar que tenía, podía favorecer –aun sin pretenderlo– un culto a la persona, el segundo explícitamente busca disminuir su imagen para que Cristo crezca en la mente y en el corazón de los jóvenes. Su indiscutible calidad teológica y de profesor le permite anunciar el Evangelio en un lenguaje que lo hace comprensible y relevante para la persona de hoy, buscando suscitar aquellos interrogantes de la existencia humana que abren caminos de búsqueda hacia Dios, para hacer luego ver cómo en Jesús Dios se ha revelado y entregado totalmente al hombre.
Las intervenciones que el Papa ha tenido a su llegada a Madrid, su mensaje de apertura de la JMJ en Cibeles, los encuentros con los diversos grupos de personas, comenzando por el de los universitarios y terminando con el de los voluntarios que tan generosamente sirvieron durante todo el evento, siguiendo con el de las religiosas y el de los seminaristas, las homilías durante el Vía Crucis o en la Vigilia eucarística –aunque haya tenido que interrumpirlo y cortarlo cuando llegó un vendaval y una tormenta de agua que puso en riesgo la continuidad de la celebración– o en la Eucaristía de clausura, han sido todos cuidadosamente preparados, sin dejar nada a la improvisación y sin reducirlos a saludos meramente formales. De allí la necesidad de que sean estudiados y transformados en programas de vida.
La JMJ de Madrid ha demostrado ser una auténtica manifestación de la fe y de la Iglesia y una vía significativa de nueva evangelización, justamente porque la Jornada Mundial de la Juventud ya no es un evento, tal vez espectacular, sino un verdadero camino de fe, con una increíble fuerza de convocatoria. Ella representa el descubrimiento cada vez más grande del valor de la sinergia, no solo para vencer el aislamiento en que podemos encontrarnos viviendo la vida o testimoniando la fe, sino sobre todo para encaminar a los discípulos del Señor Jesús hacia objetivos comunes, en modo tal de hacer verdad la identidad dada por Jesús a sus discípulos: “Ser sal de la tierra”, “ser luz del mundo”, “ser ciudad construida sobre el monte”.
Esto será posible en la medida que hagan de las bienaventuranzas su auténtica carta de identidad y sean pobres de espíritu, hambrientos de justicia, misericordiosos, puros de corazón, amantes de la paz. Es obvio que tanto las personas en su singularidad como los grupos y movimientos en cuanto tales tienen su propia sensibilidad, su visión de la realidad, de la fe y su espiritualidad, y, por lo tanto, su manera de entender y realizar la nueva evangelización hoy.
Sin negar la importancia y necesidad de la vía kerigmática, especialmente en las sociedades poscristianas, estoy convencido de que sin educación no hay evangelización que dure y que sea capaz de dar razón de la propia esperanza, que hoy no se puede ayudar a madurar cristianos sin inculturación del Evangelio, que el lenguaje religioso debe responder a la cultura juvenil de hoy para evitar que sea incomprensible e irrelevante, y, por ende, estéril.
Experiencia espiritual
Concluyo confirmando el valor de las JMJ, que tienen en los jóvenes la base de entusiasmo, gratuidad, profecía, valor y alegría que hoy necesita cualquier sociedad que alimente el sueño de ser capaz de generar sentido de la existencia y calidad de vida.
Reafirmo igualmente las perspectivas pastorales que ofrece una Jornada Mundial de la Juventud como esta de Madrid: al mundo de hoy no se lo puede evangelizar sino asumiendo el modelo de la Iglesia primitiva de Jerusalén, formada por personas que habían tenido una fuerte experiencia espiritual que había cambiado sus vidas, que habían experimentado la gracia de la comunidad hasta el punto de ser un solo corazón y una sola alma, pues todo lo ponían en común, alimentados por la Palabra y la Eucaristía, y sostenidos por la oración, hasta en convertirse en un auténtico modelo cultural alternativo.
En el nº 2.766 de Vida Nueva.
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