En el 30º aniversario de la encíclica Laborem Excercens
Mª DEL PINO JIMÉNEZ GARCÍA, presidenta de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) | Se cumplen 30 años de la publicación de la encíclica del beato Juan Pablo II Laborem Excercens (LE). Fue la primera de las tres que dedicó a “la cuestión social”. En menos de tres años, tras su elección como Obispo de Roma y Sumo Pontífice, Karol Wojtyla quiso iluminar desde la fe y las enseñanzas de la Iglesia el ámbito del trabajo, un mundo que había conocido en primera persona. Por eso, no dejó pasar la ocasión de iluminar esta faceta vital al cumplirse 90 años de la fundación de la moderna Doctrina Social de la Iglesia en la figura de León XIII y su revolucionaria Rerum Novarum. [Siga aquí si no es suscriptor]
La intención del Pontífice era “dedicar este documento precisamente al trabajo humano”, y más aún, “al hombre en el vasto contexto de esa realidad que es el trabajo”. Wojtyla quiso recoger la enseñanza social de la Iglesia a lo largo de estos casi cien años de existencia de la Rerum Novarum y hablar de los sistemas económicos, el desempleo, los sindicatos, la empresa…
El capitalismo y el colectivismo se habían centrado en el desarrollo de lo que Juan Pablo II ha llamado “sentido objetivo del trabajo”, cayendo en la tragedia economicista de considerar el trabajo humano exclusivamente según su finalidad económica. La Iglesia, en cambio, afronta la realización del hombre a través del trabajo.
En el punto seis de la LE, el Papa polaco dirá que el hombre, “como ‘imagen de Dios’, es una persona, es decir, un ser subjetivo capaz de obrar de manera programada y racional, capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse a sí mismo. Como persona, el hombre es, pues, sujeto del trabajo”.
De ahí surge una “espiritualidad del trabajo” que viene a valorar en toda su hondura esta realidad esencialmente humana y, por ello precisamente, privilegiada para conectar a los hombres y mujeres de todos los tiempos con la trascendencia.
Por eso, además de enjuiciar el trabajo desde un punto de vista ético, como un servicio evangélico inexcusable, la Iglesia entiende como obligación propia “la formación de una espiritualidad del trabajo, que ayude a todos los hombres a acercarse a través de él a Dios, Creador y Redentor”. (LE, 24).
Si al conocerse la encíclica sobre el trabajo humano, las interpretaciones ahondaban en si había o no una condena explícita a tal o cual sistema económico, hoy en día podemos apreciar el diálogo profundo entre la antropología humanista y el derecho de propiedad que recorre el texto y que se revela en su esplendor en el capítulo III.
Desde entonces, ya no quedan dudas de que, para el cristianismo, el hombre, todo él, es lo que debe tomarse en consideración para reflexionar sobre el sentido y finalidad de todas las actividades que realiza, entre las que destaca de una manera fundamental el trabajo. De modo que la propiedad, que procede del trabajo, adquiere su legitimidad cuando sirve a la realización del hombre, varón y mujer, y la pierde cuando no lo hace.
Esta visión nos permite conectar con los humanismos y las ciencias sociales (LE, 4) y nos abre las puertas a la evangelización, pues antropología cristiana y cristología están unidas indisolublemente: Dios, por su propia voluntad y deseo, ha quedado unido a todo hombre en Jesucristo. Amar a Dios es amar al hombre, procurarle la justicia que le pertenece y ayudarle a descubrir la presencia de Dios en su vida. El trabajo tiene que ser expresión y realización de esta verdad.
‘Egoísmos de grupo’
Expresamente, el Papa alude a tres grupos que corren peligro de convertirse en víctimas de los “egoísmos de grupo” que operan en la economía: los desempleados (LE, 18), los minusválidos (LE, 22) y los trabajadores extranjeros (LE, 23). Mientras la organización del trabajo atienda exclusivamente a su dimensión objetiva, se arrojará fuera del mercado laboral a quienes no resulten necesarios (parados) o no puedan adaptarse a unos mínimos de productividad (minusválidos).
Por el contrario, dar la preeminencia al sentido subjetivo del trabajo exigiría no solo garantizar a tales personas su subsistencia –que eso se da por descontado como consecuencia del principio del uso común de los bienes (LE, 18 a)–, sino también darles la oportunidad de realizarse mediante el trabajo.
Como vemos, se trata de un mensaje de permanente actualidad que debe resonar en toda la Iglesia, todavía con mayor urgencia entre quienes hemos sido llamados a llevar la Buena Noticia al mundo obrero y del trabajo.
En el número 2.768 de Vida Nueva