JUAN RUBIO, director de Vida Nueva | El voto católico es como el toro que anda suelto sin trabar, campeando a su antojo por los prados y dehesas de esta finca hispana. Cuando menos te lo esperas, embiste. No hay que quitarle la mirada; hay que tenerlo en cuenta, porque España no ha dejado de ser católica, aunque así aparezca en el texto constitucional. Cuando Azaña soltó la frase de marras estaba hablando de un deseo más que de una realidad.
El voto católico no es cautivo. Anda suelto, sin disciplina, y ni tan siquiera tiene muy en cuenta la voz del mayoral (en este caso, el Episcopado). A veces, enamorado de la utopía y de un mundo mejor, abandona por la noche la maná y se afana en programas cargados de ilusión e ilusinismo en los predios de una izquierda en declive o de una derecha nostálgica de privilegios que adormecen.
El voto católico no tiene disciplina porque nadie lo vigila en su peregrinación a las urnas. El voto católico está hoy aquí, pero mañana puede estar allí. Al voto católico le preocupa que se metan con él, que lo usen y hasta que abusen de su ingenuidad. Le ponen trapos y señuelos, pero mira y recela antes de entrar al capote.
El voto católico está hoy aquí, pero mañana puede estar allí.
Al voto católico le preocupa que se metan con él,
que lo usen y hasta que abusen de su ingenuidad.
Ya saben ustedes aquella negativa de Victoria Kent, Margarita Nelken y algunas de las mujeres metidas en la vida política española en los años treinta, y que, según el filósofo, Marina, “pusieron en hora el reloj de España”. No creían que la mujer estuviera capacitada para votar, pues la suponían influenciada por sus confesores, a muchos de los cuales expulsaron; a otros los mataron. Pero en otros predios conservadores también se menospreciaba al elector.
El insigne periodista, posterior cardenal de la Iglesia y ahora en proceso de beatificación Ángel Herrera, decía en El Debate que no había que dejar votar a los andaluces, pues eran una especie atrasada y sin capacidad de discernimiento; “de una raza inferior” llegó a decir esta figura sobre la que se han escrito demasiadas hagiografías.
El voto católico es utilitarista y, por eso, preocupa a los políticos. Cada vez que el PSOE pierde votos de su zona centro y necesita el voto de la izquierda radical, saca la bandera del anticlericalismo y le sale la vena incendiaria o desamortizadora. A la derecha del PP le gusta también azuzar al toro para que entre en trapos que huelen a naftalina de rencor, usando y abusando de la historia y del miedo.
No se dan cuenta de que, en materia política, lo que predomina en la sociedad española actual es la tibieza o templanza en materia religiosa: los que se definen como católicos practicantes, por un lado, o como no creyentes, por otro, representan, respectivamente, el 16% y el 23% de la población adulta. La clara mayoría, el 59% restante, se define como católica, pero poco o nada practicante, algo que probablemente no difiere mucho de considerarse casi o claramente no creyente. Aquí no hay un voto católico definido, como no lo hay en Italia o Francia. Si acaso, en el País Vasco y Cataluña, más cerca de los partidos nacionalistas.
El voto católico crece en las dehesas, recogiendo las víctimas que dejan en la cuneta los sistemas políticos. El voto católico, acabados los comicios, se vuelve samaritano y limpia las heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. Pero eso ya no interesa. Hay que encerrar al toro en la dehesa.
director.vidanueva@ppc-editorial.com
- A ras de suelo: Estando ya la casa sosegada, por Juan Rubio
En el nº 2.776 de Vida Nueva.
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