CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“La sobredosis de orgullo ha llevado, tanto a los individuos como a las instituciones, a querer ser dueños y señores de recursos y de bienes. Y se han malempleado y derrochado…”.
Tampoco son recomendables en pequeñas porciones. Pero, cuando hay sobredosis, es para echarse a temblar. Y un tanto de ello es lo que nos está ocurriendo en esta interminable crisis, no solo de tiempo y valores económicos, sino de ir minando aquello que de más consistente tiene la vida personal y social.
La sobredosis de orgullo ha llevado, tanto a los individuos como a las instituciones, a querer ser dueños y señores de recursos y de bienes. Y se han malempleado y derrochado, con no pocos gestores que hacían de ese patrimonio común ocasión para el enriquecimiento personal.
Compañero inseparable del orgullo suele ser esa idolatría del poder, pensando que no se necesita la colaboración de nadie. Es la autosuficiencia, el inflarse con las propias razones, sin dar cabida a la inteligencia y a la colaboración de los demás. La indiferencia ante el que piensa de otra manera o de quien propone otras formas de trabajar en un campo que a todos corresponde. Es la respuesta del presuntuoso y del soberbio.
¿De qué perniciosas ideas
nos hemos drogado?
¿Ante qué idolatría hemos caído
postrados? ¿Poder, dinero, prestigio,
orgullo y vanidad?
Sobredosis de subjetivismo, relativización de todo y abundancia de un nihilismo que deja a la intemperie, sin normas objetivas, criterios verificados y compartidos y, en definitiva, un vacío completo de reflexión sobre la ética y la trascendencia de las acciones del hombre.
Todo ello ha conducido a procurarse también unas buenas sobredosis de sospecha y de miedo, queriendo así poder anestesiar el pensamiento y la conciencia, y no asumir responsablemente aquellas obligaciones de trabajar por el bien común y el bienestar de todos.
Como suele ocurrir después de la sobredosis de este tipo, vienen una serie de resacas que tienen como síntoma común el derrotismo y la desesperanza. La superación de la crisis se ve muy lejos, mientras que el desaliento se enquista. La duda se hace poco menos que incredulidad, y hasta puede degenerar en un desánimo tal que la depresión se hace crónica e irremediable.
¿De qué perniciosas ideas nos hemos drogado? ¿Ante qué idolatría hemos caído postrados? ¿Poder, dinero, prestigio, orgullo y vanidad? Necesitaremos una buena terapia de recuperación, sin excluir la abstinencia de todo aquello que puede llevar, una vez más, a una dependencia indeseada.
Donde hubo pecado, abundaría la gracia del perdón y de la misericordia. Pero es necesario hacer un poco de penitencia, que es reconocer el mal que se ha cometido y, con buen propósito de enmienda, comenzar a trabajar por una vida más sensata y más conforme a lo que Dios quiere para todos los hombres y mujeres de este mundo.
Decía Benedicto XVI que los jóvenes “ven en la superficialidad, el consumismo y el hedonismo imperantes, tanta banalidad a la hora de vivir la sexualidad, tanta insolidaridad, tanta corrupción. Y saben que sin Dios sería arduo afrontar esos retos y ser verdaderamente felices, volcando para ello su entusiasmo en la consecución de una vida auténtica” (Discurso en el aeropuerto de Barajas, 18-8-2011).
En el nº 2.778 de Vida Nueva.