Aparecen los estudiantes en la historia como una expresión nueva, obedientes al deber de indignarse y de cambiar lo real. Mientras los rectores hablaban de presupuestos, los estudiantes rechazaban la entrada de los comerciantes a las universidades y presionaban para que el proyecto de reforma no convirtiera la educación en otra mercancía. Ahí estaba el fondo de la protesta.
En Bogotá hubo interés en restarle importancia al hecho y se lo calificó como una copia. Pero cuando un cáncer aparece, aunque sea igual no es copia de otro cáncer, es la extensión de la misma enfermedad; y es evidente que en Colombia se están dando los síntomas de la misma enfermedad que moviliza a los jóvenes en Chile y en otras partes del mundo. Sólo que aquí los estudiantes acorralaron al presidente Santos y lo obligaron a dar pie atrás en su proyecto de reforma de la ley 30 sobre educación.
Al ver en las pantallas de televisión, en las fotografías de los periódicos, en youtube, en blogs y en facebook las mismas escenas, fue evidente que hacía aparición en la historia del mundo una expresión colectiva que, aunque externamente no parecía nueva, en el fondo era distinta. Los motivos fueron distintos: los regímenes tiránicos en los países africanos, la corrupción de los políticos, la avaricia en la economía, la inconsciencia de los dirigentes en los otros casos.
Como escribió Stephan Hessel en el pequeño libro que encendió la llama mundial de la indignación: “Este es un vasto mundo de cuya interdependencia nos percatamos claramente. Y en este mundo hay cosas insoportables. La peor de las actitudes es la indiferencia, el decir ‘yo no puedo hacer nada’. Uno de los componentes esenciales del ser humano es la capacidad de indignarse y el compromiso que nace de ello”.
Es lo que está detrás de la denuncia del exministro Jaime Arias Ramírez al rechazar “la necesidad de acudir a inversionistas que no son educadores sino empresarios que buscan donde invertir mejor sus dineros para obtener buenas utilidades”. Advierte que la inversión no iba a llegar de las grandes universidades con transferencia de ciencia y conocimiento, sino de mercaderes de la educación que no están dispuestos a invertir en ciencias básicas, bibliotecas, investigación y bienestar estudiantil”.
Estos proyectos de inversiones mercantiles fueron los primeros en caer dentro de la apresurada operación de salvamento con que respondió el gobierno a la presión estudiantil que, desde sus comienzos, detectó la gran debilidad de la reforma: el espíritu mercantil que convertía a la educación en una mercancía y a las universidades en empresas dominadas por la lógica empresarial de los negociantes.
Era así como se iban a remediar las fallas del sistema educativo que requieren algo distinto de un manejo de empresarios para negocios en quiebra.
La deficiente preparación de los bachilleres que llegan a las universidades y que ha sido puesta en evidencia por las pruebas Pisa: formación débil en ciencias y en matemáticas; llegan sin conocimientos ni habilidad en una segunda lengua; comprensión deficiente de lectura e incapacidad para comunicarse. En esas condiciones, el 20% de los bachilleres desertan de la universidad antes de finalizar el segundo semestre; o, si insisten, deben resistir el impacto emocional y económico de los semestres perdidos y que tendrán que repetir.
El Estudio Internacional de Tendencias en Matemáticas y Ciencias (TIMSS), clasificó a los estudiantes colombianos entre los últimos lugares. Entre 35 países sometidos a medición, Colombia ocupó el puesto 31. Los 700.000 bachilleres que salen cada año de los colegios, llevan por eso, una mochila de conocimientos incompleta, que no les da garantías de supervivencia en la universidad. Solo un 37% clasifica, ¿y el 63% restante, qué? La voz de esos excluidos es la que no tiene respuesta en el proyecto de reforma.
Si a estos excluidos se agrega el 45% de los desertores, el problema llega a niveles dramáticos y exige una respuesta que no es, ciertamente, la de convertir las universidades en empresas rentables.
En este momento se hace evidente que los estudiantes estaban sobrados de argumentos contra el proyecto de reforma del gobierno Santos. El debate estudiantil hizo aflorar otras protestas que se mantenían a fuego lento en la discusión nacional. Todas tienen un elemento común: el rechazo del criterio económico como guía predominante para las políticas nacionales.
Al agregarse a estos hechos la propuesta de subordinar la tarea educativa a la gestión empresarial, y convertir la educación en mercancía, la indignación estudiantil explotó y obtuvo inicialmente el retiro, por parte del gobierno, de los artículos relacionados con las inversiones mercantiles en la educación superior; finalmente obtendrían las marchas estudiantiles el archivo definitivo del proyecto que la ministra de educación había defendido con terquedad. Así proclamaron los estudiantes que el dinero en la educación no lo es todo.
No basta, en efecto, que la educación reciba un presupuesto mayor, y si se quiere, igual que el dedicado a la defensa; no es suficiente que haya una reforma curricular para fortalecer los aspectos en que la educación se ha manifestado débil. Será un buen avance mejorar la calidad de los bachilleres y disminuir los índices de deserciones y repeticiones en la universidad; pero se mantiene el desafío de hacer de escuelas, colegios y universidades, ambientes propicios para el desarrollo de buenas personas.
Este ha sido el reto no respondido por el sistema educativo que parece considerar ajeno a sus propósitos éste que se refiere al ser y no al hacer de los educandos.
José Ortega y Gasset se refería a esta limitación de los sistemas educativos en su conferencia sobre la reforma universitaria en España: “La ciencia es el mayor portento humano, pero por encima de ella está la vida humana misma que la hace posible”.
Por los mismos días en que la marcha de los estudiantes concentraba la atención del país, transcurrían las negociaciones que concluyeron en la venta de El Tiempo al banquero Luis Carlos Sarmiento. También allí se planteó el conflicto entre el predominio del dinero y el objetivo social, hecho de espíritu, del periódico. Anotaba el columnista Antonio Caballero: “Un diario como ese pierde completamente su sentido y ve grotescamente deformada su función si se convierte en el vocero específico de intereses financieros e industriales ajenos a la información”. Fue lo que percibieron con claridad los estudiantes al oponerse a una reforma que convertía la educación en una locomotora de la prosperidad democrática. Que dicho así, suena inocente; el problema es cuando la prosperidad es el resultado de un buen negocio, no del predominio y la influencia de los asuntos del espíritu que son, al fin y al cabo los que mueven los centros de educación. VNC