CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“Sin la constancia del estudio, sin escuchar a los maestros, sin una disciplina intelectual, sin una buena pedagogía, el proyecto es casi imposible de poder llevarse a cabo”.
En grabados y retratos de la época, los ilustrados, señores que se las daban de cultos e inteligentes, aparecen unas veces refinados, exquisitos y primorosamente tocados con blancas pelucas. Otras, con unos pelos largos, cutres y desmelenados. Estoy seguro de que las ideas poco tenían que ver con el tocado o el descuido de los adornos en la cabeza, pero esta es la imagen que de ellos tenemos.
Quisieron liberar a la humanidad de miedos, prejuicios e ignorancias que esclavizaban la mente. Todo ello motivado por el oscurantismo de las doctrinas añejas y anquilosadas de clérigos zafios.
Una primera consideración por la paradoja. Ellos, tan liberales, no admitían otro pensamiento y otra escuela más que la de los suyos. Proponían una libertad que condicionaba los mismos principios que se defendían a ultranza. Por otra parte, cruel solución, junto a los estruendosos postulados de la revolución –igualdad, libertad y fraternidad–, iba a seguir la implantación y funcionamiento de la guillotina, el revés. Era el remedio más absurdo y eficaz para que el ciudadano se olvidara definitivamente de pensar libremente.
El ilustrado de nuevo cuño
presume de ignorar lo que no le interesa conocer,
para refugiarse en la coraza
de su mero gusto y capricho.
Que la Ilustración suscitaba deseos de conocimiento y revisión de ideas, es más que posible. Y no fueron pocos los que, motivados por esos aires de modernidad y progreso, se empeñaron en buscar, en el estudio, la investigación y el diálogo con la ciencia y con las ideas, nuevos itinerarios para una sociedad que caminaba entre el despotismo ilustrado y la tiranía de la sumisión incondicional. Por hablar de situaciones extremas.
Los ilustrados, es decir, gente con ganas de saber, de investigar y de tener un conocimiento sobre las cosas de este mundo, y del otro también, merecen nuestra atención por el laudable propósito. Lo que sucede, con frecuencia, es que junto a ese deseo no se pone el esfuerzo por aplicar los medios para esas nobles intenciones. Sin la constancia del estudio, sin escuchar a los maestros, sin una disciplina intelectual, sin una buena pedagogía, el proyecto es casi imposible de poder llevarse a cabo.
Si a esa desgana intelectual se le une la autosuficiencia y el prejuicio, ya tenemos el cuadro completo del ilustrado de nuevo cuño, ese que presume de ignorar lo que no le interesa conocer, para refugiarse en la coraza de su mero gusto y capricho.
Aquellos ilustrados con pocas luces pretendieron un liberalismo religioso sin religión, sin actitudes creyentes, sin práctica religiosa ni coherencia moral. Se trataba de un vestido para un maniquí, no para una persona y para una sociedad mayoritariamente creyente. La libertad, como el derecho, no se otorga y concede, sino que se reconoce, se defiende y ampara.
Decía Benedicto XVI: “No se ha de olvidar que el fundamentalismo religioso y el laicismo son formas especulares y extremas de rechazo del legítimo pluralismo y del principio de laicidad. En efecto, ambos absolutizan una visión reductiva y parcial de la persona humana, favoreciendo, en el primer caso, formas de integrismo religioso y, en el segundo, de racionalismo” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2011).
En el nº 2.781 de Vida Nueva.