Un libro de Klaus Berger (Sal Terrae, 2011). La recensión es de Rafael Aguirre.
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Los primeros cristianos
Autor: Klaus Berger
Editorial: Sal Terrae
Ciudad: Santander
Páginas: 374
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RAFAEL AGUIRRE | Son varios los biblistas acreditados que, después de escribir un libro sobre Jesús, se ven impelidos a tratar sobre el movimiento posterior que reivindica su nombre, y escriben una nueva obra sobre el cristianismo de los orígenes. Es el caso de K. Berger, cuyo libro sobre Jesús, aún reciente, fue publicado por la misma editorial que ahora saca el que es objeto de estas líneas.
Se trata de un libro complejo, que aborda muchos aspectos, unos con más extensión que otros; es polémico, porque Berger (sin citar autores) discute opiniones con frecuencia muy extendidas y mantiene posturas muy peculiares; y es polémico teológicamente, porque esta es su preocupación central, y no solo porque se interesa por las doctrinas, ritos e instituciones de los inicios, sino porque es patente su preocupación por incidir en los debates entre las diversas confesiones cristianas de nuestros días.
Berger, de procedencia católica, que ha sido profesor de exégesis en la Facultad de Teología Evangélica de Heidelberg, consignaba su impuesto religioso a la Iglesia Reformada y se consideraba un “católico en el exilio”. Una vez jubilado, se ha incorporado de nuevo a la Iglesia católica. Este itinerario ilumina el talante y las afirmaciones que se hacen en el libro.
Comienza el autor mostrando la relación entre tres personajes claves, Juan Bautista, Jesús y Santiago, el hermano del Señor: parientes entre ellos, ajusticiados, nazireos (se abstenían de ciertos alimentos y de vino, aunque Jesús en la última etapa se despega de esta práctica ascética).
En el capítulo 2, combate la idea de que Jesús esperaba una parusía inminente y estudia la figura de Pedro en el Nuevo Testamento, sugiriendo que lo que de él se dice “no debe aplicarse a una sola generación”.
En el capítulo 3, estudia la cristología, a la que no considera producto de un desarrollo, sino de una explosión muy temprana. Sostiene que “los enunciados del Nuevo Testamento sobre Jesús y el Padre son insuperables”.
En el capítulo 4, sitúa acertadamente la polémica de los seguidores de Jesús con otros grupos judíos y muestra el carácter aberrante de legitimar con los evangelios actitudes antijudías. Para explicar la apertura a los gentiles, aporta datos muy interesantes del judaísmo helenista, que valoraba más la conversión (“circuncisión del corazón”) que el rito carnal.
En el capítulo 5, hace ver que las prácticas fundamentales de los primeros cristianos están en continuidad con Jesús. Las siete oraciones de los judíos piadosos (Sal 119, 164) se continuaron en el cristianismo (en el que, al final, han quedado relegadas a la vida monástica) y en el islam, donde perduran como prácticas de los fieles en general. La Eucarístía, vinculada al culto sinagogal y a las comidas de las asociaciones griegas, tenía originariamente una orientación escatológica, y solo 200 años más tarde se introdujo la referencia a la muerte de Jesús. Esta opinión me parece insostenible a la luz de 1 Cor 11, 24-26.
Capítulo interesante
El capítulo 6 es, quizás, el más original e interesante. Comienza afirmando que “Jesús quiso fundar y fundó de hecho una Iglesia”, lo que justifica en apenas una página y media (p. 185) y, llevado por su afán polémico, afirma que “los Doce son el centro de una nueva comunidad”. (En mi opinión, los Doce expresan la voluntad de Jesús de congregar al Israel escatológico).
Los primeros cristianos evitaron toda asociación con un culto precedente y utilizaron una terminología profana: presbítero, diácono, obispo. Lo más destacable es que las comunidades cristianas, incluso las paulinas, desde el principio tuvieron un colegio presbiteral. Pero las cartas auténticas de Pablo invalidan esta opinión, y no es aceptable mantenerla apoyándose en unos pocos textos claramente posteriores (Hch 14, 23; 20, 17).
Es evidente que Berger está polemizando contra la teoría de una eclesiología paulina puramente carismática. Él sostiene que de este grupo de presbíteros surgió pronto un obispo como su cabeza y que el monoteísmo es genéticamente monárquico (p. 234 s.). ¿Habrá que afirmar, entonces, que el judaísmo y el islamismo no son monoteístas? Hubiese sido necesario un estudio más reposado de la relación Jesús-Israel-Iglesia. Nuestro autor está tan interesado en desplegar la coherencia de una línea teológica, que atribuye además a Jesús, que no tiene en cuenta los avatares históricos ni los factores sociales que intervinieron en el proceso formativo del cristianismo.
En el capítulo 7, discute las diversas opiniones que se han dado para explicar la rápida difusión del cristianismo. En el capítulo 8, describe la evolución de las Iglesias de Antioquía, Roma y Corinto. A esta última le dedica más extensión y presenta una secuencia histórica marcada por cuatro documentos: 1 Cor y 2 Cor; Carta de Clemente Romano a Corinto (cuya datación adelanta hasta el año 65, lo que considero insostenible); y 3 Cor (carta que se encuentra en los Hechos apócrifos de Pablo del siglo II).
Considera que Pablo en 2 Cor polemiza con una forma de cristianismo, promovida por Apolo, que en vez de una constitución presbiteral adoptaba la forma de una escuela bajo la tutoría de un maestro. Esta modalidad de cristianismo “ilustrado” derivaría en un incipiente gnosticismo que es combatido en 3 Cor. Los dos últimos capítulos tratan sobre la puesta por escrito de la tradición y los conflictos de los primeros cristianos.
Solo he ofrecido un pálido resumen de la riqueza de este libro de K. Berger, y no he ocultado algunas de mis serias discrepancias con su contenido. Pero espero que se perciba que se trata de una obra de madurez, original y cuya lectura será muy provechosa a quienes deseen confrontarse con ella.
En el nº 2.781 de Vida Nueva.