La Iglesia y los niños robados


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Pepe LorenzoJOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva

“Duele ver a las Hijas de la Caridad ahora a la intemperie, zarandeadas por el truculento caso de los niños robados, que imputa formalmente a una de ellas y extiende la sombra de la duda sobre otras…”.

Las páginas más resplandecientes de la historia de la Iglesia están escritas con la tinta de la caridad de hombres y mujeres que se gastaron –y siguen haciéndolo en silencio, sin estridencias, sin buscar el aplauso acomodaticio– en la entrega generosa.

Su testimonio, que no necesita de traducciones teológicas, que cala a primera vista en el ánimo incluso de los más cínicos, recorre y salpica los distintos capítulos de esta historia, sorteando páginas menos edificantes, imponiéndose por encima, también, a tantos borrones y tachaduras, la otra cara de una institución que no es angelical, sino fieramente humana.

En ese gran libro tienen su propio capítulo por méritos propios las Hijas de la Caridad, con casi 400 años de “excepcional tarea social y humanitaria en apoyo de los desfavorecidos, desarrollada de manera ejemplar”, como reconocía el jurado que en 2005 les concedió el Premio Príncipe de Asturias a la Concordia. Seguramente, este fallo podría ser compartido por otros tantos jurados en los 90 países en los que estas religiosas desempeñan un servicio netamente evangélico.

Por eso duele verlas ahora a la intemperie, zarandeadas por el truculento caso de los niños robados, que imputa formalmente a una de ellas y extiende la sombra de la duda sobre otras hermanas, y aun salpica a toda la institución eclesial, más abono para una parte nada desdeñable de nuestra sociedad que ha descubierto que se tarda mucho menos tiempo en juzgar que en pensar.

Se puede intuir la tribulación de esa religiosa octogenaria, convertida por su condición en pieza de caza mayor en el circo mediático, que se deja llevar por una estrategia de defensa que opta por el escapismo en vez de mirar a la realidad a la cara.

Pero es una estrategia equivocada, que alimenta el linchamiento. Alguien debería decírselo. A ella y a todas sus hermanas. Si no hay nada que ocultar, no hay nada que temer. Y si la acusación tiene fundamento, habrá que afrontar las responsabilidades y, aunque sea tarde para las víctimas, pedir perdón por un estilo de caridad mal entendido, que pretendiendo el bien, ha causado mucho mal.

En el nº 2.797 de Vida Nueva.