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El niño perdido
Autores: Thomas Wolfe
Editorial: Periférica, 2011
Ciudad: Cáceres
Páginas: 96
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ÁLVARO MENÉNDEZ BARTOLOMÉ | Sorprende la precisión de las palabras. Estas acuden sin pausa para describir realidades, el momento cotidiano, la situación compartida en el trasunto diario. El autor que ahora nos ocupa recorre esas sendas, esas alturas. Podríamos estar leyendo una fábula imaginada y, sin embargo, ahí están las palabras, una vez más, para hacer de la vida el mejor de los relatos.
En este caso nos situamos ante una muestra más de eso que denominan Gran Novela Americana, así, con mayúsculas. El niño perdido (1937) tuvo varias versiones, y es de agradecer que podamos acceder a esta reedición que nos ofrece Periférica, editorial desde la cual prometen publicar en los próximos años algunos de los títulos más singulares del escritor Thomas Clayton Wolfe, nacido en Ashville en 1900 y fallecido en Baltimore a la temprana edad de 38 años.
Fue admirado por William Faulkner y por Sinclair Lewis, quien mencionó al joven autor en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, recordando la excelente novela de Wolfe El ángel que nos mira (Valdemar, Madrid, 2009).
La novella, como es denominada en la portada de la edición norteamericana, es una pieza en la que se describe la búsqueda del hermano muerto –Grover Wolfe, hermano del autor, quien desapareció con 12 años de edad–. A lo largo de cuatro pequeñas partes, la dinámica está marcada siempre por aquella que imponen el tiempo y el recuerdo, la escritura y la memoria. Esto deja paso de modo inevitable a la expresión poética y a la imagen sugerente, que van ganando peso al ser mostradas en diferentes registros. Esto se debe a que cada uno de los cuatro tempos posee una voz propia y definida que se desenvuelve en escenarios cambiantes.
Así, la primera parte es una sección narrativa en tercera persona que muestra una tarde en la vida de Grover, encandilado por las tiendas de la plaza en la que el padre poseía un establecimiento y en la que el niño pasea envuelto en esa luz que viene, que se va y que viene de nuevo. Todo un acierto las descripciones que nos regala el autor: tiendas, mostradores, olores, matices, tonalidades de color y luces y sombras atravesadas por la emoción infantil que recorre su mundo, un mundo propio pero real, fabricado de sensaciones y de análisis, de emoción suma.
Madre y hermana
La segunda parte es la que ofrece la madre, quien recuerda un viaje en tren desde Saint Louis a Indiana. Recuerda ella el modo que tenía el hijo de mirar a través de la ventanilla del tren mientras los otros muchachos corrían de acá para allá: “Nunca lo olvidaré así: sentado, pegado a la ventanilla, inmóvil. Parecía tan serio…”.
En el tercer acto aparece el punto de vista, en primera persona, de una de las hermanas. Wolfe pone en su boca la constatación del hecho de que él mismo no pudiera recordar apenas casi nada de Grover. En aquel tiempo, Thomas Wolfe era apenas un bebé, de modo que su imagen del hermano perdido depende en gran medida del testimonio ajeno.
La memoria de la hermana se expresa en construcciones de preguntas, titubeos y puntos suspensivos. Aquí el relato atrapa aquella manera nuestra de mirar el pasado a través de la eficacia que pudiera tener una grabación con la declaración de un testigo. En efecto, toda esta tercera parte está recorrida por un cierto estilo de transcripción radiofónica: frases cortadas, detenidas para dejar paso a otras, todo de modo rápido, como de alguien a quien estuviésemos escuchando parlamentar en directo, como de alguien que, a la vez, constata la independencia de la realidad, que tantas veces no se ajusta a la expectativa personal: “El modo en que las cosas resultan no tiene nada que ver con lo que uno espera que sean… (…). Todo vuelve como si hubiera ocurrido ayer. Y entonces se va y parece lejano y extraño como si hubiera ocurrido en un sueño…”.
Finalmente, la cuarta parte. Toda ella es un acuerdo entre la fábula y lo real, entre el viaje realizado hacia un lugar del pasado cuando el viajante es consciente de que es imposible volver allá. En esta parte, el autor/narrador materializa toda la fuerza evocadora del relato. Viaja a la que un día fue la casa familiar, el mismo lugar donde falleció el hermano perdido, el escenario del final, el escenario que aglutina lugar y memoria.
En mi opinión, esta, junto con la primera parte, es la sección más absorbente, conmovedora y evocadora de toda la obra. Es un retazo de aproximación al tiempo perdido a través de la palabra.
El hermano muerto es presentado con intensidad, dirigiendo toda la obra hacia alturas de poesía y de belleza que, como afirmaba Jack Kerouac, muchos desearían lograr escribir.
En el nº 2.802 de Vida Nueva.