PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor
“Había algo muy poderoso que tiraba de mí: la intuición de que el camino de la meditación silenciosa me conduciría al encuentro conmigo mismo…”.
Comencé a sentarme a meditar en silencio y quietud sin nadie que me diera nociones básicas o que me acompañara en el proceso. La simplicidad del método –sentarse, respirar, acallar los pensamientos…– y, sobre todo, la simplicidad de su pretensión –reconciliar al hombre con lo que es– me sedujo desde el principio.
Como soy de temperamento tenaz, me he mantenido fiel durante años a esta disciplina de sentarse y recogerse.
Al principio meditaba muy mal; tener la espalda recta y las rodillas dobladas no me resultaba fácil y, por si fuera poco, respiraba con cierta agitación. Me daba cuenta de que eso de sentarse sin hacer nada más era algo tan ajeno a mi formación y experiencia como, por contradictorio que parezca, connatural a lo que yo era.
Sin embargo, había algo muy poderoso que tiraba de mí: la intuición de que el camino de la meditación silenciosa me conduciría al encuentro conmigo mismo.
Para bien o para mal, desde mi más temprana adolescencia he sido alguien muy interesado en profundizar en mi propia identidad. El peligro de una inclinación de este género es el egocentrismo; pero gracias al sentarse, respirar y nada más, comencé a percatarme de que esta tendencia podía erradicarse no ya por la vía de la lucha, como se me había enseñado, sino por la de la extenuación.
Porque todo egocentrismo, llevado a su extremo, muestra su inviabilidad. De pronto, gracias a la meditación silenciosa, comenzó en mí una práctica sencillísima sin la cual no creo que exista lo que llamamos “vida espiritual”.
En el nº 2.805 de Vida Nueva.