JUAN MARÍA LABOA, sacerdote e historiador | Existe una manera de celebrar el Año de la fe con motivo del cincuentenario del Concilio: meditando cómo surgió y cómo se desarrolló y dando gracias al Espíritu por su celebración.
Septiembre de 1962 se convirtió en un mes eclesial de preparación: reuniones de obispos, conferencias en iglesias y salas ciudadanas, liturgias en las que nos reuníamos para rezar por los frutos que estaban por venir, artículos y libros. Todo con alegría y esperanza.
Pero se trataba de una situación inmensamente paradójica. Nadie sabía exactamente qué se proponía el Concilio ni qué iba a salir de ello. Los documentos no eran muy esperanzadores y las esperanzas de muchos no contaban aparentemente con muñidores suficientes. Congar, en sus memorias, muestra la confusión inicial.
La Curia parecía tener la sartén por el mango, y el mango también, y nadie sabía quiénes eran los obispos reformadores, a qué reformas aspiraban o con qué fuerzas contaban. Me temo que solo Dios estaba al tanto de las trincheras y sus defensores.
Y, sin embargo, el prestigio y la fuerza expansiva de un concilio se ha mantenido incólume a lo largo de los siglos. Los pilares doctrinales de la comunidad creyente se deben a ellos y resulta difícil hablar de tradición sin referirse a ellos.
Juan XXIII fue el primero en ponerse en manos de Dios y seguirle, con confianza y disponibilidad. El Concilio desconcertó a los hombres porque Dios siempre coge con el pie cambiado.
Fuerza arrolladora
La fuerza imprevisible y, siempre, transcendental del Espíritu se mostró arrolladora a lo largo de los años conciliares. Rompió, rasgó, barrió, nos intranquilizó y desestabilizó. Pensar que dominamos el Espíritu constituye un sacrilegio; pensar que tenemos todo controlado en un mundo en el que actúa Dios, representa una estupidez.
Dios no cuenta con sucesores ni delegados ni “vice-hacedores”. Eso lo pensaban los egipcios y los aztecas. Nosotros todos somos siervos inútiles que debemos mantener nuestra fidelidad al Señor en todo momento y acatar siempre sus decisiones.
Creo que muchos obispos se presentaron con esa disponibilidad. A pesar de que un concilio se presente como una máquina imparable de conciliábulos, maquinaciones y decisiones, los creyentes fundamentan, también, su fe en la Providencia y en la acción del Espíritu en esos momentos especiales en los que se reúnen los representantes de todas las Iglesias para rendirle adoración y gloria. Se trata de uno de los pocos espacios históricos en los que sabemos que Dios establece su tienda entre los humanos.
Los lefebvrianos y sus acólitos hablan y actúan como lo hacen con el Concilio porque, en realidad, no creen en Dios, al menos en el de los cristianos, aunque desempolven de sus arcones las termitas y los atrezzos más preciosos. Creen en la razón más que en el misterio; creen en la tradición de los hombres más que en la inefable voluntad divina. Sin embargo, nada ni nadie compite con el Espíritu.
En el nº 2.813 de Vida Nueva.