Un libro de María Dolores De Miguel (Desclée De Brouwer, 2012). La recensión es de Manuel María Bru Alonso
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Emilie de Villeneuve. Luz de Dios en los más pobres
Autora: María Dolores De Miguel
Editorial: , 2012
Ciudad: Bilbao
Páginas: 248
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MANUEL MARÍA BRU ALONSO | Con su habitual estilo ágil y directo, vasta documentación y una “bien amueblada” teología espiritual, María Dolores De Miguel nos narra la vida y obra de Emilie de Villeneuve, tres años después de su beatificación en Castres, ciudad que vio nacer su vocación y la congregación misionera que fundó y lleva su nombre: las Hermanas de Nuestra Señora de la Concepción de Castres.
Pero no es solo una biografía completa de la “buena madre”, sino que, desde el recuerdo de esta gran mujer, nos habla de algunos aspectos de gran actualidad para la vida de la Iglesia, no ya del siglo XIX, sino de nuestro desafiante inicio del siglo XXI.
Ya el breve prólogo de monseñor Raúl Berzosa, adelantándose a esta apertura de miras, es un buen ensayo sobre fe en el Dios Uno y Trino, vocación religiosa y dones carismáticos en la Iglesia.
¿Por qué nace un carisma? ¿Qué define la personalidad de un fundador? ¿Qué distingue una auténtica vocación misionera? ¿Cómo nace y se desarrolla una obra de Dios en la Iglesia? ¿Por qué nunca dejan de sorprendernos los testimonios de auténtica pobreza y humildad? Gracias a este libro, uno se hace estas preguntas y adivina algo de luz para empezar a encontrar las respuestas.
Sobrecoge aquí descubrir la realidad eclesial y social de la Francia posilustrada del siglo XIX, o las dramáticas exigencias y los increíbles testimonios de los pioneros de la historia de las misiones africanas. Pero, al mismo tiempo, resulta gratamente interesante comprobar no pocas constantes de la “condición humana”.
Por ejemplo: la tentación antisocial de ver en la caridad cristiana una “competencia desigual” a la legítima competencia de oportunidades; la necesidad misionera de una radical pérdida de la propia cultura en pro de una auténtica inculturación; o la importancia de la madurez, el equilibrio, la prudencia y la sensatez humanas para vivir y enseñar una sana espiritualidad y para emprender una obra eclesial.
Pero más reconfortante aún resulta, tras esta lectura, reflexionar sobre tres valientes y arriesgadas constataciones: que la auténtica vida cristiana solo puede ser fuente de una verdadera alegría. Si tuviera que elegir uno entre todos los testimonios de quienes conocieron a sor Emilie y que se recogen en este libro, me quedaría, en su sencillez, con este: “Ella no quería que estuviésemos tristes y el buen Dios la había dotado de una sensibilidad especial para notar cuándo una persona estaba apenada. Quería que estuviésemos siempre en paz y, cuando veía nubes en algún rostro, llamaba a la hermana a su despacho y hasta que no le devolvía la paz no se quedaba tranquila”.
Segundo, que, para una vocación religiosa verdaderamente evangélica, los tres votos de los consejos evangélicos no son un fin en sí mismos, sino que, porque la libertad no es tal sino es “libertad para”, están orientados a la misión y edificación del Reino de Dios. ¡Qué gran inspiración la suya al pedir a sus hijas un “cuarto voto” de entrega a los más pobres!
Y, por último, que ya en su tiempo ella comprendió algo que aún hoy nos cuesta entender y asumir en la Iglesia: que la verdadera dinámica entre acción y contemplación consiste no solo en que la oración es fuente y principio para la acción apostólica, sino que también esta es fuente y principio para la contemplación.
En el nº 2.817 de Vida Nueva.