–
La luz difícil
Autor: Tomás González
Editorial: Alfaguara, 2012
Ciudad: Madrid
Páginas: 144
–
ÁLVARO MENÉNDEZ BARTOLOMÉ | “Como casa en llamas, el mundo es inestable”, afirmaba Lin-Chi a finales del siglo IX. Y también hay una luz difícil que no se entiende ni como fogonazo ni como instante en la brevedad de la vida. Tomás González (Medellín, Colombia, 1950) hace que las palabras se sucedan de tal modo que parece estar pintando las páginas. Hay que contar la vida porque es fugaz y porque en ella se descubren lo que yo denominaría ‘las ocasiones del dolor’. Poder sufrir es testimonio de toda una enseñanza y es una escuela pura y definitiva.
Últimamente, me he topado con tres libros que se acercan a este misterio caudal: el de la comprensión del estremecimiento y de la cercanía dolorosa de la fragilidad de la vida.
A menudo somos promotores de nuestra propia inconsistencia cuando pretendemos fingir cierta impostada supremacía… Un a menudo olvidado Giani Stuparich (1891-1961) ya nos contaba en La isla (Minúscula, 2008) la maestría que se requiere para descender al lugar donde se perciben los acordes de la existencia cuando esta se pliega sobre su propio quicio: al contemplar su acabamiento.
Si en aquella isla se ofrecía –en palabras de Claudio Magris– “un relato admirable de vida y de muerte, no conjurada sino mirada sin piedad cara a cara”, otro tanto puede decirse de esta novela breve de Tomás González. También puede servir, antes de centrarnos en La luz difícil (Alfaguara, 2012), el autor nórdico Karl Ove Knausgård (1968) y su novelón de quinientas páginas La muerte del padre (Anagrama, 2012), que es la tercera novela ante la que, por casualidad, me he encontrado en este verano, de modo que parece que los temas de la pérdida, del tiempo pasado, del hogar familiar y del dolor parecen últimamente muy presentes en mis lecturas.
No es una apología…
Si el encaramiento con la muerte quiere decirnos algo –como así lo creo−, una de sus lecciones es la de aprender a ser humildes. Tomás González plantea una propuesta narrativa muy eficaz: su manejo del espacio y, sobre todo, de los tiempos y épocas vitales de los personajes es sencillamente perfecto.
No marea a pesar de sus continuos movimientos, casi de un párrafo a otro, y la mente del lector parece acomodarse fácilmente a determinados ajustes a través de los cuales la voz del padre-narrador nos conduce para exponer el indecible dolor ante la decisión suicida de uno de los hijos. De hecho, las dos décadas que aglutinan la experiencia de una muerte quedan condensadas de tal modo, hermosísimo, que la decisión del hijo, enfermo de dolor neuropático crónico y atroz, viene a ser la decisión de todos los miembros de la familia.
El padre, pintor profesional, no sería capaz de plasmar sus óleos desde una soledad definitiva del mismo modo que Jacobo, muerto en su sufrir, necesita de los otros para lanzarse a la inmensidad radical de una muerte convertida, paradójicamente, en deseo vital. Aquí sucede entonces el desvarío de una eutanasia activa muy radical: que acaben con mi dolor del modo único, matándome.
Con todo, y lo pienso sinceramente, no es la novela de Tomás González una apología de la eutanasia, y eso que plantea un caso y unas circunstancias que no dejan lugar a duda. Hasta ese punto, la claridad de su prosa se refleja en la situación: Jacobo se halla en una situación de paraplejia desde la cual planea su fin solicitando con total responsabilidad que le den muerte con una inyección letal.
Describir la vida
Lo interesante, y he aquí un aspecto que marca al autor colombiano, es el ajuste y desajuste de los opuestos. Del deseo de la muerte, contemplado con horror, padres, amigos y hermanos esperan denodadamente que surja un arrepentimiento, que llevaría a Jacobo a renunciar, a regresar a casa, a aceptar vivir con su dolor.
Del horror del sufrimiento brota la contemplación de todo lo hermoso y vital, en colores, texturas, emociones y experiencias. Esa es la clave del padre pintor. Del peligroso afán de jugar a ser dioses topa uno con la presencia de un absoluto que nos contiene, sin ser nosotros mismos el Absoluto.
Ya Guitton nos recordaba una vez la relación entre lo absurdo y el misterio como dos posibles soluciones ante el enigma propuesto por la más radical de las experiencias: la de la vida. De la pretendida libertad de una decisión que enarbola una curiosa bandera, ‘me mato y quiero morir’, nacen absurdos que contrastan con su contrapartida.
Las descripciones de Tomás González son también descripciones que se basan en aquella realidad en la que nuestras preguntas y el misterio están más íntimamente dispuestos: el tiempo. Y el tiempo se presenta como un dominio desde el cual hemos de presentarnos toda la infinitud que suponen nuestras decisiones.
En el nº 2.817 de Vida Nueva.