+ FERNANDO SEBASTIÁN | Arzobispo emérito
“El separatismo, aunque prometa mucho, comienza destruyendo muchos bienes adquiridos…”.
Tenemos abierto el debate sobre los pros y contras de las políticas secesionistas. Es bueno que se pueda hablar claramente del asunto, con tranquilidad, sin que nadie se alborote ni se sienta ofendido.
Del separatismo hay que hablar desde muchos puntos de vista. También desde el punto de vista moral. Sí, porque aunque los ciudadanos podamos elegir la opción política que más nos guste, en ese “gustar más” tenemos que tener en cuenta la dimensión moral de las diferentes políticas.
El mejor criterio para valorar moralmente un programa político es la valoración de sus resultados. Una política es buena si mejora el bien común de los ciudadanos, su bienestar moral y material, la libertad y la seguridad, la cultura y el desarrollo, la justicia y la paz. Si aplicamos estos criterios a las políticas secesionistas, los resultados no son muy claros. De hecho, el separatismo, aunque prometa mucho, comienza destruyendo muchos bienes adquiridos.
En una sociedad establecida, los ciudadanos, en su conjunto, son el sujeto de la soberanía. Tienen una especie de copropiedad sobre el territorio común. Cuando los habitantes de un territorio determinado pretenden separarse del conjunto, quieran o no, están negando estos derechos al resto de la población. El independentismo es, objetivamente, una agresión a los derechos de los demás.
Por otra parte, los miembros de un mismo país van de una parte a otra, se establecen donde más les conviene, crean relaciones de amistad y parentesco, sitúan sus intereses donde les parece mejor. ¿Se puede romper este tejido de relaciones sin más ni más?
No diré que todo separatismo sea inmoral. Pero sí digo que puede serlo. Y digo que hacen falta razones muy graves para legitimar estos males innegables del separatismo. El independentismo puede ser moralmente legítimo solo como remedio a graves situaciones de injusticia, que en los casos de los separatismos españoles, no aparecen.
En el nº 2.817 de Vida Nueva.
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