ELÍAS ROYÓN, SJ, presidente de CONFER. Especial para Vida Nueva | La renuncia de Benedicto XVI al ministerio de obispo de Roma ha causado en todo el mundo una enorme sorpresa. A lo largo de la historia de la Iglesia, solo en pocas ocasiones ha tenido lugar una renuncia de un Pontífice a la Sede de Pedro, y en circunstancias muy diversas a las actuales.
Aunque su delicada salud era cada vez más patente, nadie seriamente se atrevía a predecir una decisión de esta importancia para la vida de la Iglesia, como él mismo ha indicado.
Sí, de enorme importancia, que no dudo en definir como un “gesto profético”, para la sociedad y la misma Iglesia: el testimonio de una gran libertad de espíritu. Una decisión que se toma en la intimidad de la oración delante de solo Dios, de quien ha recibido la misión, con un gran sentido de responsabilidad eclesial, discerniendo lo que es mejor para la Iglesia, cuando siente que las fuerzas disminuyen y se debilita el vigor corporal.
Un gesto que suscita admiración y agradecimiento porque no estamos sobrados de decisiones de este tipo, que ponen de manifiesto la grandeza de espíritu de un hombre y un creyente. Una decisión que engrandece su figura de Pastor, que sabe anteponer el bien de la Iglesia a cualquier otra consideración. Pero un gesto que habla también de humildad y de profunda humanidad al reconocer y aceptar que “ya no tiene fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. Idea que repite dos veces en su Declaración, reconociendo su “incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”.
Es necesario estar investido de una gran lucidez y sabiduría, dones del Espíritu, para ser consciente y aceptar las “pasividades” propias de una “edad avanzada”. El Santo Padre pone de manifiesto que su ministerio se lleva a cabo no solo con las palabras y las obras, sino también con estas “pasividades”: la debilidad, la falta de vigor, en resumen, el sufrimiento, pero al mismo tiempo no puede esconder que en el mundo de hoy, para gobernar la barca de Pedro, es indispensable también el vigor corporal y espiritual.
Al hombre de nuestra cultura le cuesta aceptar que la debilidad le impide continuar ejerciendo bien responsabilidades importantes en la sociedad y en la Iglesia, e interiorizar que es posible continuar prestando otros servicios más sencillos y ocultos.
Estas expresiones del Papa nos resuenan de un modo especial a los religiosos. Parecen tener un antecedente en la homilía de la eucaristía de la celebración de la Jornada de la Vida Consagrada, el pasado día 2. En ella invitaba a los consagrados a “una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad”, y añadía: “En la sociedad de la eficacia y del éxito, vuestra vida, marcada por la ‘minoría’ y por la debilidad de los pequeños, por la empatía con aquellos que no tienen voz, se convierte en un signo evangélico de contradicción”.
La renuncia del Santo Padre es, ciertamente, un signo evangélico de contradicción en un ambiente donde se anhela el poder, el éxito y la gloria. Es conmovedor leer sus últimas palabras: “También en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria”.
Un testimonio que evangeliza, que pone en evidencia que acogiendo la debilidad humana, que impide o dificulta la misión, como expresión del misterio del amor de Dios, se continúa sirviendo a la Santa Iglesia de Dios.
En el nº 2.836 de Vida Nueva.