JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
“Este gesto les ha hecho ver que detrás de los ropajes suntuosos hay un hombre menguante que no quiere aferrarse a ningún poder más que al de la oración…”.
¿Cómo habrá dormido Benedicto XVI la primera noche de su nueva vida? O mejor, ¿cómo durmió la víspera de despojarse de ese manto cuasi divino con que se reviste a los pontífices y mostrarnos su fragilidad entrañablemente humana? ¿Le desveló la decisión de una renuncia histórica al ejercicio de un poder por el que otros se desvelan también de día?
Tras la espuma generada por la lógica conmoción mediática, saturado de análisis sobre las mil y unas variables que esta noticia de repercusión mundial ha puesto en danza, me cautiva la imagen de un hombre que pide perdón y reconoce con humildad que ya no le quedan fuerzas, que las últimas las ha gastado en el servicio a la Iglesia. Así de sencillo; así de natural. Siglos de entender el primado y miles de páginas de fundamentaciones teológicas amenazadas de salir volando por la rendija entreabierta por quien fue considerado el paladín de la ortodoxia.
Algunos digieren mal esta debilidad. Creen que es una flaqueza que perjudica a una institución que, ante la increencia, ante la secularización, tiene que sacar pecho. Aunque ahora lo nieguen y aplaudan la libertad de espíritu desde la que este anciano achacoso ha tomado su difícil decisión, son los mismos que hace solo una semana encenderían una pira por sugerir tan solo la posibilidad de poner un tope de edad al ejercicio del ministerio petrino.
Reconocer esta debilidad como ha hecho este hombre que anhelaba su jubilación cuando le eligieron Papa es, por otra parte, una carga de profundidad controlada, el último servicio de Joseph Ratzinger –a quien ya empezamos a echar de menos– contra la burocracia y el carrerismo (por él ya denunciados) con el que algunos han entendido su forma de ser y estar en la Iglesia. Muchos, sobre todos quienes contemplan a la institución desde una dolorosa lejanía o acomodaticia indiferencia, así lo han entendido.
Este gesto les ha hecho ver que detrás de los ropajes suntuosos hay un hombre menguante que no quiere aferrarse a ningún poder más que al de la oración ni estimular una gerontocracia que se aísla del mundo porque no lo entiende. Estos, tras el roto hecho por Benedicto XVI a la ‘papolatría’, se habrán acostado un poco más congraciados con una Iglesia que nació a orillas de un lago infestado de mosquitos. Ahora, los desvelos comienzan para otros.
En el nº 2.836 de Vida Nueva.