FRANCISCO JOSÉ GARCÍA-ROCA LÓPEZ, diácono | En una reunión de la fraternidad diaconal de la Archidiócesis de Madrid donde se estaban aportando las vivencias personales de testimonio en la vida sacramental, laboral, de oración, parroquial, familiar y matrimonial, las mujeres de los candidatos al diaconado solicitaron la ayuda de las esposas de los diáconos para que estas les transmitieran sus vivencias en el acompañamiento ministerial de sus maridos.
Personalmente, he querido aportar mi granito de arena realizando una reflexión sobre ello. Comenzaré diciendo que no hay que olvidar que, aunque en su gran mayoría los diáconos somos personas casadas, también tenemos entre nosotros solteros, o sea, los célibes.
Dicho esto, quiero traer a colación aquella cita evangélica en la que Jesús nos hace el símil con el que ha encontrado el tesoro y compra el campo en el que este se halla. Pues esto bien podría ser imagen del diaconado. Sí, porque si uno tiene un tesoro, algo maravilloso, algo que le da gran felicidad, tiene la obligación moral de no guardárselo para sí mismo, sino que debe darlo a los demás, ofrecerlo al otro.
Es por ello por lo que suelo animar a muchos hombres a que se pregunten si el Señor les está llamando a ser diáconos, a que se piensen el comenzar el año propedéutico de discernimiento vocacional. Pues ocurre que si está presente la mujer, no es raro notar que esta se asusta porque cree que la ordenación hará que ella tenga que compartir a su marido con la Iglesia, hará que ella pierda la exclusividad de su marido, quizás por la promesa de obediencia del diácono al obispo y a sus sucesores.
Si esto fuese así, habría que intentar hacerles ver a sus mujeres que, en realidad, es todo lo contrario, que ese paso va a ser algo muy bueno para el matrimonio, precisamente porque la ordenación le da a ella a su marido con exclusividad. Me explico.
El paso de que un casado se ordene como diácono
va a ser algo muy bueno para el matrimonio,
precisamente porque la ordenación le da
a ella a su marido con exclusividad.
Hay que partir reconociendo que ha existido un sacramento previo, el matrimonio, el cual no es que se sitúe en un orden superior a este otro sacramento del orden, pero ya que ha habido una preeminencia en el tiempo, hay que tener la certeza de que este último viene a reforzar al primero.
El candidato que va a ser ordenado ya no es solo uno, sino que forma con su mujer “una sola carne”. Y es por eso por lo que antes de la ordenación se llama a la mujer y, aunque no es ella la que recibe la vocación al diaconado ni ella es la que es ordenada, se le pide previamente que dé su consentimiento a la ordenación, petición que la hace partícipe indiscutible de la misma. Ese “sí” puede recordar al “sí” de María al “hágase”. Si ella dice “no”, no habrá tal ordenación.
La mujer, por ello, no es alguien ajeno al sacramento, sino que es parte implicada en el mismo, como ya lo fue en el otro sacramento recibido, el del matrimonio.
Inundados de gracia
Y la gracia sacramental que recibe el ordenando no se queda solo en él, sino que las manos del obispo y la oración consacratoria hacen rebosar sus gracias sobre él neodiácono, desbordándose también sobre su mujer, quedando ella empapada y salpicados igualmente sus hijos.
Sí, la mujer queda inundada de esa gracia derramada sobre su marido y, con la ordenación, recibe a su esposo con total exclusividad. Esto último debería de ser otro incentivo para aquella que acompaña al futuro diácono, porque si su marido se ordena, él pasará a ser suyo para siempre. ¿Por qué? Pues porque, al recibir el sacramento del orden, se cierra el acceso a un posterior matrimonio.
El sacramento la une al marido con unos lazos que jamás se podrán romper, ya que el que se ordena diácono nunca más podrá tener otra mujer. Los laicos, ordinariamente, tampoco, pero la puerta no está cerrada del todo.
No olvidemos que el matrimonio es “hasta que la muerte os separe”, porque “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. Pero Dios sí los puede separar, y puede haber un posterior matrimonio al enviudar. Os habla de ello el hijo de un viudo. En el caso del diácono, esto ya no puede ser así. La puerta se cerró para nunca más abrirse. Uno pasa a ser de una mujer, para toda la eternidad. Por eso, algunos lo llaman un “celibato postmatrimonial”, una promesa implícita que hace el ordenado de no volverse a casar.
Hay que decir con rotundidad que este camino no puede ser recorrido por el casado en solitario, pues, seamos realistas, esta vida del diaconado no está exenta de dificultades en el atender a la mujer y a los hijos, al trabajo y a los deberes pastorales. Hoy que tanto se habla de conciliar la vida laboral con la familiar, en nuestro caso, además, las debemos armonizar con la diaconal.
¡Benditas obligaciones!
Paloma, la mujer de Fernando, un diácono de Pamplona, dice que su marido debe comportarse como un equilibrista, que está en la cuerda floja, intentando no caerse. Así es, pero ¡benditas obligaciones las del diácono! ¡Qué gran regalo para esos hijos ver que su padre, en vez de irse al gimnasio, o a ver el partido de futbol, se va a llevar a Jesús Eucaristía a unos viejecitos a los que nadie visita, o a celebrar la Palabra a la Casa de los Pobres! Orlando, hoy sacerdote de Puerto Rico, comentaba cuánto bien le había hecho la figura de su padre, diácono, en su vocación como presbítero.
Cierto es que la ordenación tiene unas promesas, una de ellas, la de rezar la Liturgia de las Horas. Pues os contaré que ¡bendita obligación también! ¡Cuánto bien me ha hecho esta promesa a mí y a nuestro matrimonio!, pues nos anima a mi mujer y a mí a sentarnos juntos, todas las tardes, a rezar vísperas.
¡Qué gran regalo para esos hijos ver
que su padre, en vez de irse al gimnasio,
o a ver el partido de futbol,
se va a llevar a Jesús Eucaristía
a unos viejecitos a los que nadie visita!
Hay personas que ponen el símil de la implicación de la mujer en el diaconado con el papel del esposo durante la espera del nacimiento de un hijo, cuando los futuros padres dicen “estamos embarazados”, porque, aunque la que tiene en su seno al hijo es la mujer, el hombre, sin duda, es también partícipe. Así, el que recibe la llamada y es ordenado es el hombre, pero su mujer sin duda es también partícipe.
Por eso quisiera acabar estas líneas brindando ánimo a las esposas de los candidatos al diaconado y a reiterarles: ¡no temáis en acompañar a vuestros maridos y en apoyarlos! Tened seguridad de que el diaconado es algo bueno para el matrimonio y para la familia. Los esposos se aman más y la familia se une en mayor grado. ¡Qué regalo tan grande! No lo dudéis.
En el nº 2.836 de Vida Nueva.
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