JOSÉ LUIS CELADA | Redactor de Vida Nueva
“Ahora que se habla de su renuncia como un gesto también de “coherencia”, convendría no olvidar esa otra coherencia, la intelectual, que le ha permitido legarnos un magisterio de incalculable valor…”.
En 1968, mientras la juventud francesa tomaba las calles de París y la Iglesia emprendía el largo camino de la regeneración posconciliar, veía la luz la Introducción al cristianismo de Joseph Ratzinger, un libro fruto de las conferencias que el teólogo alemán había impartido el verano anterior a los estudiantes de Tubinga.
Esta obra, convertida en todo un clásico, arranca con una afirmación que es la mejor prueba de la lucidez y humildad de su autor: “Quien intente hoy día hablar del problema de la fe cristiana a los hombres que ni por vocación ni por convicción se hallan dentro de la temática eclesial, notará al punto la ardua dificultad de tal empresa”.
Cuatro décadas después, ya como Benedicto XVI, cada uno de sus escritos e intervenciones públicas han seguido poniendo de manifiesto que esa preocupación por el hecho de creer, en las circunstancias –a menudo adversas– que nos toca vivir como cristianos, ha sido una constante de su pontificado.
Ahora que se habla de su renuncia como un gesto también de “coherencia”, convendría no olvidar esa otra coherencia, la intelectual, que le ha permitido legarnos un magisterio de incalculable valor. No solo por su solidez teológica, sino por su testimonio creyente.
En el nº 2.837 de Vida Nueva.