PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor
“Cualquier ser humano –pero en particular los pobres, enfermos y moribundos– es un misteriosísimo espejo de Dios…”.
En los seres humanos, y en particular en los ancianos y en enfermos, veo a veces algo casi divino. En su desvalimiento e indefensión, en su indigencia, intuyo algo fascinante y asombroso que me resulta difícil de explicar. Porque a nadie extraña que la belleza conduzca al pensamiento de Dios, pero ¿la indigencia?, ¿la precariedad?
Casi todos los enfermos y moribundos no son, en primera instancia, agradables a la vista: la enfermedad ha deformado sus cuerpos; sus rostros están arrugados por los años o poseen la huella que deja un dolor largamente mantenido. Bien mirados, sin embargo, los enfermos y moribundos no son feos o desagradables. Tienen su hermosura. No es una hermosura que sea accesible a primera vista; pero, una vez se descubre, el corazón humano palpita como jamás ha palpitado.
¿En qué consiste esa hermosura? No me escaparé de esta cuestión con palabras bellas pero vacías. El indigente es hermoso porque nos revela discretísimamente nuestra vocación al amor. Y el indigente es hermoso –y esto es lo más importante– porque al no poseer ya la belleza de este mundo, deja ver mejor que en él hay algo más grande que no proviene de este mundo y que es, precisamente, la belleza de Dios.
Cualquier ser humano –pero en particular los pobres, enfermos y moribundos– es un misteriosísimo espejo de Dios. Yo lo he visto en alguna ocasión, y aquí quiero dar testimonio de ello. Dios es visible. La encarnación es un hecho cotidiano.
En el nº 2.837 de Vida Nueva.