JORGE OESTERHELD, sacerdote | La imagen de la caída de un rayo fue la más elocuente para expresar la sensación que causó la información. En latín, en un tono monocorde e inmutable, el papa Benedicto XVI lanzó hacia el mundo entero la noticia más importante de los últimos tiempos en la vida de la Iglesia.
Algo me recordó los días en los que Juan XXIII anunció la convocatoria del Concilio Vaticano II. Yo tenía solamente 11 años, pero recuerdo con claridad la sensación de perplejidad de los mayores, especialmente en el colegio religioso al que asistía. Tengo bien presente que, desde mi inocencia, no comprendía por qué tanta inquietud. ¿Qué podía pasar que fuera malo? ¿Por qué había tantas dudas y preocupaciones?
A medida que la renuncia del Papa ha ido generando las más diversas reacciones, fue reapareciendo en mi ánimo el recuerdo de aquel momento: Juan XXIII, el “Papa bueno”, quien simplemente dijo que había que abrir las ventanas para que entrara aire fresco dentro de la Iglesia.
¿Cuántas veces, en el Evangelio, Jesús dice “no temáis”? No hay nada que temer; tampoco había nada que temer en aquel año 1959. Nunca hay espacio para el temor cuando lo que se hace es ponerse en las manos del Señor, que –como dice el mismo Papa– es el único Pastor. ¿O acaso le tememos a la colegialidad? ¿Tenemos miedo al debate profundo sobre la vida de la Iglesia? ¿Nos asusta que la Iglesia esté en las manos y los corazones de los cardenales?
El Señor dice por qué no hay que temer: “No temáis, soy yo”. Esa es la razón: es Él. Es Él el que conduce y purifica a su Iglesia. No cayó un rayo; lo que ocurre es que, una vez más, el Señor sacude nuestras seguridades y nos invita a crecer en comunión. ¿Cómo vamos a responder?
En el nº 2.837 de Vida Nueva.