FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“Al cristiano, empezando por el sucesor de Pedro, corresponde señalar que en el hecho fundacional y permanente del cristianismo se encuentra la respuesta a la crisis de nuestro tiempo…”.
¿Cuál debería ser el perfil del nuevo papa? Sorprende que, en ocasiones, las respuestas se refieran a motivos territoriales –un papa africano, un papa americano…–, a reivindicaciones localistas –un papa italiano de nuevo–, o incluso a insignificantes consideraciones sobre “un papa para nuestro tiempo” (frase de una banalidad exasperante, un lugar común que parece creer posible que se elija a un papa fuera de nuestro tiempo).
Pero, quizás, esta última banalidad tiene, en su sentido literal, la clave de otra respuesta. Queremos a un papa que, en sentido pastoral, evangélico, de lealtad a una tradición y de capacidad de transmitir valores esenciales del cristianismo, sea un papa contra nuestro tiempo.
Porque vivimos una crisis de civilización que, vista con perspectiva, adquirirá en los comentaristas futuros la naturaleza de una fractura similar a la que se produjo en circunstancias de un cambio de época. Aquellos momentos en que la historia variaba su sentido fueron acompañados de una inmensa ilusión: la revolución humanista del siglo XVI, el liberalismo del XVIII…
La Edad Moderna y la Edad Contemporánea, consideradas convencionalmente en nuestros textos de historia, llegaron cargadas de esperanza, como atisbos de un futuro en el que se creía. Solamente la Edad Media llegó como caída, como pérdida del sentido de la permanencia del mundo clásico. Pero incluso esta pretendida edad de sombras proporcionaba una quietud serena que descansaba en la afirmación de unos valores inmutables. Fue, a fin de cuentas, aquel momento en que el cristianismo de Tomás de Aquino preparó el gran salto hacia el catolicismo liberador de Trento .
Ahora, en un cambio de época atroz, lo que nos mueve es el miedo, no la ilusión; la congoja, no la esperanza; la sensación de pérdida y la nostalgia.
Hemos de encontrar aun papa que recupere el orgullo del Evangelio,
la seguridad en la posesión de un mensaje verdadero,
la superación de un incomprensible complejo de inferioridad
que parece impedir la afirmación tajante y solemne del cristianismo
precisamente cuando se hace más indispensable.
La Iglesia no puede asistir a esta crisis como espectadora ni prestar solo asistencia caritativa o consuelo espiritual a quienes la sufren. El cristianismo ha de salir al paso de una dinámica destructiva de este tiempo, que amenaza con quebrantar para siempre la integridad del hombre. La crisis no está provocando solo la miseria que debe ser atendida, sino que está arrojando el alma de los hombres al vacío. No se están perdiendo solo derechos, sino que se está despojando al ser humano de su propia naturaleza, que no es la biológica, sino la que fue señalada por Jesús en el momento fundacional del cristianismo.
Hemos de encontrar a un papa que recupere el orgullo del Evangelio, la seguridad en la posesión de un mensaje verdadero, la superación de un incomprensible complejo de inferioridad que parece impedir la afirmación tajante y solemne del cristianismo precisamente cuando se hace más indispensable. Esa necesidad no puede basarse, sin caer en una flaqueza marginal, en señalar que el cristianismo ofrece un mero punto de vista, a sumar al de quienes se preocupan por la suerte de los seres humanos.
Al cristianismo corresponde la definición misma del hombre libre y universal en el siglo I de nuestra era. Al cristianismo corresponde la perpetuidad de ese mensaje a lo largo de dos mil años. Al cristianismo debe corresponder no solo la denuncia de la injusticia, sino el recuerdo de que Cristo fundó un nuevo tiempo. El tiempo del hombre libre, el tiempo de instauración de la integridad del hombre en su condición universal, el tiempo de la dignidad del individuo, dispuesto a una vida que Jesús afirmó como experiencia decisiva, el tiempo del Sermón de la Montaña.
Al cristiano, empezando por el sucesor de Pedro, corresponde señalar que en el hecho fundacional y permanente del cristianismo se encuentra la respuesta a la crisis de nuestro tiempo.
Un papa que nos recuerde la actualidad, la vigencia y el poder de ese mensaje inicial y perpetuo, es el que espero. Creo que es el único que puede estar a la altura de lo que deben ser los designios de Dios para nuestro tiempo: proporcionarnos, otra vez, la posibilidad de ser hombres libres, la expectativa de la salvación pudiendo elegir en esta tierra.
Si ello implica la refundación, bienvenida sea, como recordatorio del modo en que echamos a andar hace dos mil años, y señal de cómo podemos seguir indicando nuestro rumbo más de veinte siglos después.
En el nº 2.838 de Vida Nueva.