EDITORIAL VIDA NUEVA | El papa Francisco sigue sorprendiendo. El pasado día 13, cuando se cumplía el primer mes de su elección, anunció la creación de un grupo de ocho cardenales “para aconsejarlo en el gobierno de la Iglesia universal y para estudiar un proyecto de revisión de la Constitución Apostólica sobre la Curia romana”, decretada en 1988 por Juan Pablo II. Con esta importante decisión, Jorge Mario Bergoglio responde a una sugerencia –más bien un clamor– surgida de las congregaciones generales previas al cónclave, y lo hace, además, usando para esta transición los cauces legales que están a disposición del pontífice.
No es esta la primera reforma que sufre una institución que ha de ayudar al papa “en el ejercicio de su suprema misión pastoral”. Quizás la más importante fue la que hizo Pablo VI, cuando, en otra constitución apostólica, y en la línea de las reflexiones conciliares de una mayor colegialidad, quiso adecuar las viejas estructuras a las circunstancias y necesidades de aquellos tiempos cambiantes para que el pontífice pudiese contar con el “consejo” y la “ayuda” de expertos en su tarea de gobierno.
Sin embargo, con el tiempo se ha evidenciado –y en los últimos años, de forma muy dolorosa para Benedicto XVI y gravosa para el conjunto de la Iglesia universal– que la Curia romana, en directa proporción con el olvido de aquellas formulaciones del Vaticano II, ha sufrido una hipertrofia y en su labor no siempre ha primado el servicio, sino mantener cuotas de poder y de control sobre otras instancias. El papa no solo no era aconsejado, sino que, a veces, era malaconsejado.
Por eso, la importancia de la creación de esta comisión –que ya está en contacto directo con Francisco, aunque la primera reunión sea en octubre– radica en que, de facto, el nuevo Papa ya recibe asesoramiento y consejo de personas de su confianza.
Como Pablo VI, Francisco pide humildemente
ayuda al inicio de su pontificado. Y como aquel,
necesita “consejo, adhesión y colaboración”.
Lo primero ya lo ha buscado. Es de desear
que consiga también lo demás.
Es aventurado hablar de las líneas maestras de esta reforma. Pero algunas parecen previsibles, como la de la descentralización de la Curia, con menos poder de la Secretaría de Estado –¿simple casualidad que la comisión de cardenales se hiciese pública al día siguiente de que Bergoglio visitase este dicasterio para agradecer los servicios prestados?– y, consiguientemente, una mayor autonomía de los prefectos de las distintas congregaciones vaticanas, hasta ahora bajo estricto control.
Junto a esta descentralización, parece lógica una disminución del número de organismos. Se dice que el problema no es de personas, sino de estructuras, por lo que podríamos ver una reducción de congregaciones y consejos. Y no estaría mal que los que queden vean recortadas sus competencias en favor de las diócesis, en una apuesta por una mayor colegialidad.
Abrir así la Curia a la universalidad de la Iglesia conllevará una mayor internacionalización de sus miembros (hoy trabajan en ella 42 obispos italianos frente a 11 del resto del mundo) y un mayor aprecio por las Iglesias particulares y las opiniones y propuestas de sus obispos, algo hoy no muy frecuente.
Como Pablo VI, Francisco pide humildemente ayuda al inicio de su pontificado. Y como aquel, necesita “consejo, adhesión y colaboración”. Lo primero ya lo ha buscado. Es de desear que consiga también lo demás.
En el nº 2.844 de Vida Nueva. Del 20 al 26 de abril de 2013.