FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“Por el Jesús crucificado, la eternidad y la historia nos atañen por igual, haciendo posible nuestra salvación y condicionándola a nuestra libertad…”.
Hace casi exactamente un siglo. En la madrugada del 1 de enero de 1912, Eugenio d’Ors escribe la “glosa cristiana”, conmovido por la impresión de cambio de época que siempre nos produce el comienzo de un nuevo año. En la fluidez angustiosa del tiempo, el joven d’Ors busca el sentido de lo permanente. Hace poco, ha escrito que el ejercicio más elevado de la mente humana es superar la contradicción entre la eternidad y la historia. En aquellas horas altas de la noche, repasa los apuntes y los libros de su despacho, intenta desentrañar lo que la filosofía actual decía de esa afirmación.
En su libro Las funciones mentales en las sociedades inferiores, publicado dos años antes en París, el sociólogo Levy-Bruhl sostiene que lo característico de la forma primitiva de pensar es la ignorancia del principio de contradicción: las cosas pueden ser mágicas y banales al mismo tiempo, materia y espíritu, objeto y conciencia. No hay atisbo de una lógica racionalista que pueda turbar la forma en que aquellos hombres viven el misterio de su existencia. Hegel trata de comprender lo eterno y lo histórico sin poder integrarlos más que con el sacrificio de la historia, confundida con la eternidad.
D’Ors resuelve el conflicto con su acostumbrada orfebrería de paradojas sutiles y esclarecedoras. La contradicción se expresa y se soluciona en la Cruz. Si Cristo crucificado es el Hijo del hombre, si es el hombre-Dios, la historia y la eternidad se encarnan en un solo cuerpo, desplegadas en el instante en que esa vida contiene el sentido eterno de la existencia de todos los hombres.
En estos días de Pascua, la Pasión nos queda muy cerca. La Cruz ha vuelto a alzarse como conmemoración de un acontecimiento histórico y como testimonio de nuestra fe. Hemos traído a nuestro tiempo, de nuevo, el momento en que fuimos llamados a ser hombres en el pleno significado de la palabra: seres integrados en un diseño universal y eterno, criaturas que aspiramos a lo permanente y que, sobre esa expectativa, construimos nuestra vida propia y libre en la tierra. No se trata de la deficiencia cultural de un pueblo primitivo, sino de la calidad espiritual de nuestra liberación. La vida de Jesús exalta nuestra condición desde la Cruz.
La Cruz solo tiene sentido
en la vida entera de Jesús:
no es un final desafortunado,
sino el fruto de una elección,
que tomó forma en el nacimiento de Cristo.
En el sacrificio consciente, en el dolor real, en el misterio de la Encarnación y en la alianza restaurada entre Dios y el hombre a través de la Pasión, se resuelve el principio de contradicción para el cristiano. Por el Jesús crucificado, la eternidad y la historia nos atañen por igual, haciendo posible nuestra salvación y condicionándola a nuestra libertad.
En sus conversaciones con el periodista Peter Seewald, el entonces cardenal Ratzinger señaló que el momento más conmovedor de aquellos días de gloria y de sufrimiento fue la noche en que Jesús vaciló, ante el espanto que preveía. La oración en el huerto posee la emocionante tensión entre las dos naturalezas en conflicto, en aquel instante en que el hombre y Dios decidían al unísono, encarnados en una sola persona donde habitaba, por vez primera, la eternidad y la historia.
Carlo Maria Martini, en sus reflexiones sobre la Pasión, indicó que la Cruz solo puede entenderse como momento en que la eternidad del diseño de Dios y la concreción de la historia se encuentran de un modo solemne, en una señal impetuosa por la que irrumpe nuestra liberación. La Cruz solo tiene sentido en la vida entera de Jesús: no es un final desafortunado, sino el fruto de una elección, que tomó forma en el nacimiento de Cristo.
Por ello, en tiempos de la Pascua, podemos recordar cómo los días de la Pasión contienen lo más hondo del mensaje cristiano. No son el relato de un sufrimiento, sino el majestuoso signo de una consumación. Aquella en que los hombres superamos el principio de contradicción. En que volvimos a ser parte de un plan eterno de Dios que solo puede realizarse contando con nuestra libertad en la historia.
En el nº 2.845 de Vida Nueva.