JUAN RUBIO, director de Vida Nueva | El lenguaje. ¡Cuántas veces el problema es el lenguaje! Hay ocasiones en que la palabra corrompe el pensamiento. Hablamos un lenguaje tan cartesiano y atado al duro banco de la escolástica aprendida, que a la gente le cuesta trabajo entendernos. Hay palabras en la liturgia y en la predicación que son como adoquines en la calle, estorbos para caminar, cuando lo que debe de ser es el mejor vestido del pensamiento. Pero abunda el empeño de un lenguaje engolado, con acento de bóveda y que echa para atrás como olor fétido. Los límites del lenguaje son los límites del mundo, que dijera Wittgenstein.
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Estamos en Pentecostés y resuenan ecos de glosolalia, don de lenguas, que en la teología cristiana se define como la facultad de hablar en idiomas que no se conocen. Habría que matizar el lenguaje. Un don útil para dar señal de la fe y anunciar el Evangelio a los no creyentes. Hablar en una lengua o en otra y hablar con lenguajes nuevos y distintos.
El lenguaje del símbolo, de la imagen y del cuerpo. El lenguaje de los hechos, el lenguaje del arte, de la música, de la pintura. Hay muchas maneras de hablar. Existe un lenguaje que va mucho más allá de las palabras.
Se extrañan muchos de la poca utilización de las lenguas del papa Francisco. O español o italiano. Ni tan siquera el latín, la lengua de Ovidio y Terencio, de Cicerón y Virgilio, pero al fin y al cabo, una lengua que, pasada por el tamiz eclesiástico, fue perdiendo fuerza con el paso de los tiempos. Hablar a Dios en cualquier lengua, aunque mejor la del corazón, sin empeñarse en solo hablarle en latín, cuando las jóvenes generaciones ni lo conocen y los más ancianos dieron muestras de no entenderlo cuando Benedicto XVI les anunció su retirada en la lengua de Horacio. Es como hablarle a los pájaros de álgebra. Solo entienden de trinos. Es la tozudez de la nostalgia, tan viva en los desiertos.
Para la Iglesia hay lenguajes vivos
que no debiera esconder, sino potenciar.
El don de lenguas es hacer que
cada uno entienda en su propio lenguaje.
Y desde ahí, proponerle al Dios de Jesucristo.
Hay que recuperar la fuerza del signo. Para Alfred de Musset, “el único lenguaje verdadero en el mundo es un beso”. Y para la Iglesia hay lenguajes vivos que no debiera esconder, sino potenciar. El don de lenguas es hacer que cada uno entienda en su propio lenguaje. Y desde ahí, proponerle al Dios de Jesucristo.
Pocas palabras ante una pieza de Debussy, un cuadro de Rembrandt, una página de Flaubert, una escultura de Rodin, un templo como el de Burgos o una fuente como la de Trevi. Todo es fuerza, lenguaje desbordante, camino de belleza. Es el lenguaje de las flores de Juan de la Cruz y el lenguaje del abrazo de Francisco de Asís.
Hace falta renovar el lenguaje con la fuerza de Pentecostés. Cada uno lo entendía en su propia lengua. La lengua no es la envoltura del pensamiento, sino el pensamiento mismo, decía Unamuno. Urge un lenguaje del entusiasmo, de las cosas hechas con amor, el lenguaje que sale de la mazmorra y de la bóveda y vuela muy alto.
director.vidanueva@ppc-editorial.com
En el nº 2.848 de Vida Nueva.
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