Sacerdote granadino, publica ‘El pueblo me hizo cura’
J. L. CELADA | A sus 74 años, este sacerdote granadino, criado en la posguerra y formado en el espíritu del Vaticano II, ha decidido poner en orden sus recuerdos, para compartir con sus amigos y conocidos el rostro de la Iglesia en la que cree.
– ¿Qué quiere decir con eso de que El pueblo me hizo cura?
– En mis últimos años de formación, estaba muy presente la Teología de la Encarnación: Cristo se encarna en nuestra realidad humana y elige la clase social más pobre. Con esa idea central te ordenabas para poner tu vida al servicio del pueblo, el más pobre y excluido, y acompañarlo en sus ansias de liberación, mediante proyectos de desarrollo comunitario. En mi caso, viviendo en equipo sacerdotal, renunciamos a la paga, vivíamos de nuestro trabajo y nos encarnamos en la realidad andaluza: primero, en la Alpujarra granadina; luego, en la comarca de Antequera, en Archidona… Además, sufriendo el control de la dictadura franquista. Teníamos la convicción de que estábamos construyendo Reino. Nos dejamos conducir por los problemas y carencias de los pueblos. En este sentido, El pueblo me hizo cura.
– ¿Se trata de unas memorias?, ¿una autobiografía?, ¿un testamento espiritual?…
– Son vivencias personales que engloban esos tres aspectos y mucho de testimonio. Son pequeñas crónicas o relatos cortos de recuerdos de mi historia en unos momentos importantes en la sociedad española y en la Iglesia: la transición política y el Concilio Vaticano II. Dos espléndidas primaveras que vivíamos a tope, intentando fundirlas en una sola: fe y vida, mostrando así un rostro nuevo de cura y de Iglesia.
– ¿Se siente, pues, hijo del Vaticano II?
– Por supuesto. Me identifico con sus intuiciones y los lineamientos de sus grandes documentos sobre el papel de la Iglesia en la historia: una Iglesia abierta al mundo y al servicio de las grandes causas humanas; no centro, sino medio de liberación; no solo cultual, sino, sobre todo, samaritana; profética, y no amordazada por los poderes opresores; una Iglesia pobre, sin privilegios y al lado de las masas empobrecidas; una Iglesia comunitaria, para compartir, celebrar, testimoniar; una Iglesia martirial, que obedece a Dios antes que a los hombres…
– ¿En qué medida sus 12 años en El Salvador han influido en su modo de entender el ministerio… y la Iglesia?
– Mi estancia en El Salvador me reafirmó gratamente en lo que estaba viviendo en España. Y me enriqueció en otros aspectos: el protagonismo de los laicos, a través de las Comunidades Eclesiales de Base, festivas y celebrativas; la importancia de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia y de esas comunidades como fuente de inspiración personal y comunitaria. El sacerdote queda envuelto en esa dinámica y en los proyectos de las comunidades. Su tarea es la de acompañar, más que mandar o dirigir. Finalmente, la presencia martirial en El Salvador, que es muy fuerte.
– ¿Qué le diría a un lector despistado que se tope con estas páginas?
– Que esta historia ha sido vivida por muchos sacerdotes, religiosos/as y laicos en unos momentos en que la utopía del Reino la sentíamos como algo vital que debíamos comunicar y testimoniar. Que los aspectos sociales de esa utopía eran compartidos con otras muchas personas, ateos y/o agnósticos, soñadores de un mundo nuevo, haciendo frente común ante los abusos de los poderosos contra el pueblo. Y que esta historia debe seguir su marcha, porque necesitamos otro mundo más justo y otra Iglesia más coherente y samaritana.
En el nº 2.849 de Vida Nueva.