FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto
“Sin esa inspiración humanista y trascendente, quienes sobreviven en esta crisis lo harán con el alma diezmada…”.
Cuando, ante las ruinas de Auschwitz, ante la mezcla más obscena de modernidad y barbarie que se ha conocido en la historia, las voces desconcertadas de las víctimas preguntaron: “¿Dónde está Dios?”, pudo responderse, más tarde, con una severidad pertinente: “¿Y el hombre, dónde estuvo?”. Ante la estación terminal del totalitarismo, ante la consumación de las extravagancias de la razón instrumental, el silencio de Dios carecía de sentido sin plantearse previamente la responsabilidad del hombre.
A nosotros corresponde preguntarnos no solo dónde estuvo el hombre, sino, con mayor rotundidad, dónde estuvo el hombre perfilado en su carácter por la asimilación del mensaje de Cristo, el hombre al que una cultura de dos mil años había dado forma, significado, criterio moral y sentido de la civilización. Dónde estaba el hombre cristiano cuando solo el encuentro con esa sustancia cultural y esa concepción del ser humano podía permitir sentar las bases de una resistencia. Dónde estuvo cuando, también sobre esas bases, nos correspondió ofrecer la materia de la reconstrucción moral de la posguerra.
Ahora, ante nuestros ojos asombrados, ante nuestra mirada sin aliento, la historia se encarna nuevamente en la devastación. Asistimos al sufrimiento de la insolvencia económica, a la soberanía de la necesidad, al reino de la incertidumbre, a las limitaciones intolerables a la plenitud del hombre. Porque el disfrute humano de los bienes materiales y la serenidad de una existencia vivida con decoro han pasado a ser una circunstancia afortunada, en lugar de continuar siendo la simple verificación de un derecho natural.
Ese es el escándalo que nos asalta cada día en situaciones límite que han llegado a conducir a decisiones dramáticas, como la renuncia a la vida ante el temor a la miseria absoluta. Ante el suicidio, ante esa decisión en la que se manifiesta que la vida no es digna de ser vivida, nuestra voz debe volver a preguntar: ¿y el hombre, dónde está? ¿Dónde están quienes han adquirido el compromiso de perpetuar el mensaje cristiano, para el que no puede haber mayor tragedia que la pérdida de validez de la vida, de una preferencia por la muerte que surge de la más abyecta penumbra en el corazón del desesperado?
Los cristianos no nos hallamos solo ante unas circunstancias económicas penosas, sino ante el resultado de una destrucción minuciosa de todos aquellos puntos de referencia moral sobre los que podían afrontarse las dificultades que nos desafían, en cuerpo y alma. No debemos ofrecer solamente la esperanza de una recuperación económica que devuelva condiciones de mayor bienestar, porque eso sería insuficiente y nos dejaría indefensos en situaciones futuras de crisis que no podemos descartar. Nuestra tarea es entregar el mensaje del Espíritu.
El lugar del cristiano no se encuentra
en la simple reparación de una coyuntura económica,
sino en reconstruir la conciencia del hombre.
El lugar del cristiano no se encuentra en la simple reparación de una coyuntura, sino en reconstruir la conciencia del hombre, devaluada por décadas en las que la conquista de la libertad y de la felicidad se ha confundido con la incredulidad y con la ironía, con la frivolidad y con la evasión. Los seres que sufren en una indecible soledad el infortunio material, han sufrido previamente un desarme moral que les ha dejado inermes en la defensa de su vida sagrada, en su derecho a participar del reino, del poder y de la gloria.
Sin esa inspiración humanista y trascendente, quienes sobreviven en esta crisis lo harán con el alma diezmada, desquiciada su esperanza en lo mejor que existe en todos y cada uno de nosotros: el sagrado derecho a vivir la integridad de nuestra experiencia. Sin esa conciencia, el mundo seguirá preguntándose dónde está Dios. Dónde está el hombre.
En el nº 2.849 de Vida Nueva.